5.- Arrés-Ruesta.
Los de Albacete, padre e hijo, se levantan pronto. Se han
bajado a dormir del ático al suelo para no
molestar, pero todos nos despertamos. Ruidos de cremalleras y plásticos se extienden por el albergue. La cocina se llena para el desayuno. Recogemos la habitación, donde Andrea sella las credenciales y estaba el mapa, y nos disponemos a salir. Nos da pena dejar este albergue que ha propiciado la mejor situación del viaje.
molestar, pero todos nos despertamos. Ruidos de cremalleras y plásticos se extienden por el albergue. La cocina se llena para el desayuno. Recogemos la habitación, donde Andrea sella las credenciales y estaba el mapa, y nos disponemos a salir. Nos da pena dejar este albergue que ha propiciado la mejor situación del viaje.
Como el pueblo está en alto, salimos en descenso por una
senda que desemboca en un camino ancho. Nuestro ritmo aquí es de más de cuatro
km/h. El valle es ancho. Desde oriente, el amanecer se acerca. La luz del alba
perfila las montañas y comienza a romper en ligerísima luz. Son las primeras
palpitaciones del día. Vemos que uno de los de Albacete, el padre, vuelve sobre
sus pasos. Ha olvidado su cámara fotográfica. Ha telefoneado y le ha contestado
el Alcalde, porque en el albergue no hay teléfono.
Tenemos a la derecha a Berdún -hay un Verdún francés,
cultura celta- cuando el camino nos deja en la carretera de Martes que seguimos
un momento, pero, después de una subida, giramos a la derecha sin llegar al
pueblo. Armando está parado, comiendo algo, y lo adelantamos, pero nos alcanza
cuando paramos en un bosquecillo de robles cerca de Mianos. Acabamos de pasar
el límite Huesca-Zaragoza y al otro lado del Aragón muere el Veral, que viene
del valle de Ansó. La senda nos deja en una carretera que nos lleva a Artieda,
recortado en lo alto, con la boscosa Sierra Nobla de fondo.
Seguimos por la orilla de la carretera entre areniscas
grises del secundario. Hace calor. La luz es
rubia, cruda. El sol, alto en el cielo, abrumador, dispara sus certeros rayos y obliga a entornar los ojos; el fiero sol ataca de plano, brilla cruelmente, llamea. El sol es tórrido, africano. El sol endurece los colores. Una hendidura en la sierra de la margen derecha del Aragón nos indica el final del río Esca. Seguimos entre campos de labor, cosechados, por una estrecha faja de robles, un bosquecillo que nos quita el sol inclemente. A tramos divisamos las azules aguas del embalse de Yesa. Pasamos cerca de la ermita de San Juan Evangelista, cuyas pinturas vimos en el Museo Diocesano de la Catedral de Jaca, pero no la vemos. Dentro del bosque no tenemos perspectiva.
rubia, cruda. El sol, alto en el cielo, abrumador, dispara sus certeros rayos y obliga a entornar los ojos; el fiero sol ataca de plano, brilla cruelmente, llamea. El sol es tórrido, africano. El sol endurece los colores. Una hendidura en la sierra de la margen derecha del Aragón nos indica el final del río Esca. Seguimos entre campos de labor, cosechados, por una estrecha faja de robles, un bosquecillo que nos quita el sol inclemente. A tramos divisamos las azules aguas del embalse de Yesa. Pasamos cerca de la ermita de San Juan Evangelista, cuyas pinturas vimos en el Museo Diocesano de la Catedral de Jaca, pero no la vemos. Dentro del bosque no tenemos perspectiva.
Lo primero que vemos de Ruesta son las altivas torres de su
castillo, erigidas al borde del barranco que le sirve de foso natural. Las
flechas nos llevan por entre la desolación del pueblo hasta el
albergue, dos grandes edificios restaurados. Compartimos habitación con Armando y los dos de Albacete. Las actividades rutinarias y la comida dan paso a una siesta reparadora. Paseamos la calurosa tarde, con la languidez vespertina habitual, en silenciosa ronda por los siglos que aquí dormitan, intentando tener una imagen ajustada del pueblo, pero unos avisos de peligro impiden el paso. El viejo pueblo, labrado por el tiempo, arrastra su soledad y su abandono, reposa para siempre en la leyenda. Los macizos torreones de piedra hablan de los días de la trabajosa fragua de la nacionalidad. La contemplación del desnudo arquitectónico, de las piedras arruinadas da una penosa
sensación. ¡Hasta las ruinas perecieron! (Virgilio). Este es uno de los pueblos que no se sabe si gira con la tierra o con la Historia.
albergue, dos grandes edificios restaurados. Compartimos habitación con Armando y los dos de Albacete. Las actividades rutinarias y la comida dan paso a una siesta reparadora. Paseamos la calurosa tarde, con la languidez vespertina habitual, en silenciosa ronda por los siglos que aquí dormitan, intentando tener una imagen ajustada del pueblo, pero unos avisos de peligro impiden el paso. El viejo pueblo, labrado por el tiempo, arrastra su soledad y su abandono, reposa para siempre en la leyenda. Los macizos torreones de piedra hablan de los días de la trabajosa fragua de la nacionalidad. La contemplación del desnudo arquitectónico, de las piedras arruinadas da una penosa
sensación. ¡Hasta las ruinas perecieron! (Virgilio). Este es uno de los pueblos que no se sabe si gira con la tierra o con la Historia.
Unos de Valencia van en coche y no respetan el código
peregrino. Hoy no importa pero ayer les quitaron su plaza en el albergue a los
dos de Zaragoza. Son las ovejas negras del peregrinaje. Tomamos una cerveza con
Armando y con los alemanes en el albergue; no hay otro sitio. En este espacio
de tiempo crepuscular y casi vacío, en este prolongado intervalo de calma y
paz, de satisfecha inactividad, restablecemos la paz interior, plácidamente
distraídos con los lujos de un aire suave. El día va cayendo en la noche. Cena.
La luz suave de las estrellas titilantes cae sobre todos; un manto de luces
parpadea en la oscuridad. El peso de la jornada aplasta. En la placentera
inmovilidad de una cómoda postura sentimos que el sueño, que nos cubre como una
ola, nos gana.
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