domingo, 2 de noviembre de 2014

 4.- Santa Cruz de la Serós-Arrés.

La dureza de la etapa de ayer ha dejado huella. Hemos descansado bien, pero nos levantamos con el
día ya nacido; desayunamos muy bien, pero no salimos hasta las 9:30. Salimos en subida, entre pinos, aliaga y boj. El sol ha ido ascendiendo en su curva por el cielo. Llaneando y a ritmo lento avanzamos por una zona moteada de arbolado y con denso sotobosque. El calor empieza a apretar mientras nuestro paso asusta a un ciervo. Llegamos a Binacua, donde las caricias de Laia hacen que dos perros se quieran venir con nosotros. Llevamos mucho retraso con respecto a lo previsto.

Descendemos hasta Santa Cilia, 649 m. Nos encontramos con una pareja de Alicante y vamos juntos al albergue a sellar la credencial y reponer el agua. Tras unas fotos en el monumento al peregrino, seguimos entre el calor y tramos arbolados. En medio de un bosquecillo hay un lugar con multitud de pequeños tómbolos de piedras que quizá representen deseos y también dejamos el nuestro. Seguimos y la llegada del río Aragón Subordán por la derecha nos anuncia que estamos en Puente la
Reina. Aquí teníamos previsto comer, pero un restaurante está cerrado y en el otro hay una larga espera. Todo se ha conjurado contra nosotros. No queda más remedio que seguir hasta Arrés a pesar del intenso calor, aunque más haría después de comer si nos quedásemos.

Bordeando el monte Samitier, ascendemos por una senda desarbolada en gran parte, con mucho calor. Laia, juventud y empuje, se pone delante e imprime a la marcha un ritmo de competición. Israel, patrón del grupo, se pone detrás por si tiene que recoger algún cadáver. En Arrés nos recibe el hospitalero con una bebida fresca. Está lleno pero nos metemos. Comemos un bol de pasta rápida que llevábamos y pasamos la tarde de charla con los demás peregrinos. Sigue llegando
gente: Armando trae una chaqueta que habíamos perdido. Se dice que el buen viajero, viaja solo. Armando nos recuerda a Juan Antonio. Hacemos una visita al pequeño pueblo, donde hay algunas casas restauradas.

Todos nos vamos conociendo. Los hospitaleros cambian cada quince días. Estos son Andrea, Gabriela y Daniele, italianos de Trieste. Llega un matrimonio de Zaragoza, y los envían a la casa rural porque no quieren dormir en la ermita cerca del cementerio. Andrea avisa que la cena hay que prepararla entre todos con lo que hay en dos arcones de la cocina. Se ofrece voluntario como cocinero uno de Valencia, ayudado por varias mujeres. Otros, como Laia e Israel, cortan y pelan las verduras, etc. Los demás preparan las mesas y ponen los cubiertos, etc.

A las 19 h visitamos la iglesia conducidos por una guía del pueblo. Volvemos al albergue. El menú
consiste en pasta, verdura –picante y no picante-, ensalada, bacon y huevos duros. Somos 31 personas. Los de Mallorca –son artistas- han dejado una postal de regalo a cada uno. Hacemos un alto par air a ver la puesta de sol y volvemos a la mesa. Hay que recoger todo: uno de Albacete friega, José Luis aclara, el de Zaragoza seca y Armando coloca la vajilla. Mientras tanto, los demás van a ver las estrellas.

En la hora nocturna Andrea prepara un ejercicio de presentación. Ha sacado un mapa de Europa y nos va llamando para que nos presentemos, digamos por qué estamos allí y señalemos nuestro lugar de origen. Hay españoles, italianos, alemanes y una noruega. La motivación principal es
la cultural, aunque hay unos de Valencia que están porque lo habían prometido si el Levante subía a Primera División.

Todavía llega una pareja de Madrid. Los aceptan porque la noche está avanzada. El albergue es la exaltación de las virtudes de la amistad y sacrificio por el compañero durante el viaje; pone de manifiesto los vínculos de solidaridad entre los peregrinos. Nos preparamos para dormir. Complicación: están llenos los suelos, el ático y hasta el rellano de la escalera. Los que piensan madrugar más se colocan hacia el exterior para no molestar. Andrea prepara el desayuno y no hay forma de dormir hasta que apaga la luz. Ha sido el mejor día. 

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