lunes, 30 de junio de 2025

Museo de Oficios y Artes Tradicionales de Aínsa

Situado en el casco antiguo de Aínsa (Huesca), en la espectacular Casa Latorre, contiene una interesante colección etnográfica del Pirineo, zona de aislamiento tradicional de la montaña, lo que permitió que algunos artesanos trabajaran hasta hace no muchos años, por lo que se conservan buena parte de las herramientas, así como los objetos producidos.

La casa es un edificio del siglo XVI y, en sus cuatro plantas, podemos ver el taller del herrero, el ciclo de la madera, un magnífico telar y los productos textiles elaborados, alfarería, hojalatería y cestería.

De las minas de Bielsa, que abrían sus bocas en las laderas inhóspitas de montes muy altos, extraían un mineral de excelente calidad. Lo bajaban a la villa, a Javierre o a Salinas y allí, en las antiguas fargas que se alzaban junto al río, producían un hierro muy apreciado. El hierro de Bielsa surtió durante siglos todas las fraguas del Alto Aragón.

En cada pueblo, en cada aldea, en cada casa aislada, había una herrería. Era un local oscuro, poblado de luces y de ruidos misteriosos: el aliente jadeante y acompasado del gigantesco fuelle o manchón, los golpes enérgicos que soportaba el sufrido yunque, el siseo cortante del hierro caliente cuando penetraba en el agua, la llama manuda e hiriente del carbón encendido… En el misterioso local ahumado reinaba el herrero.




Había muchos herreros en el Alto Aragón: luciaban azadas y rejas de arados; fabricaban hachas, cuchillos, bisagras, cerrojos y clavos; herraban los animales de labor… Su trabajo los hacía imprescindibles en cada comunidad.

Algunos eran muy creativos: plasmaron su afán artístico en la decoración de fallebas, de cerrojos y –sobre todo- de aldabas o llamadores magníficos para embellecer las recias puertas de las casas montañesas.




A principios del s XX la aparición de la hojalata vino a simplificar procesos de trabajo muy especializados y costosos: si el cobre por ejemplo requería de los caldereros un arduo martillado, el hojalatero cortaba sus planchas, daba forma a la pieza y después soldaba.

La hojalata se impuso en muchos objetos de uso cotidiano. Las piezas más sencillas –embudos, pozales, aceiteras- eran realizadas por artesanos ambulantes que iban vendiéndolas de pueblo en pueblo. Un caso especial fueron los recipientes para medir líquidos –vinagre, aceite, vino- que, al requerir mayor precisión, eran construidos en talleres especializados, como los que hubo en Barbastro; destacando entre ellos el de  Guatas en la calle Mayor o el de Pardina en la plaza del mercado.

En los años cincuenta comenzó a imponerse un nuevo material, el plástico. La importancia masiva de piezas industriales relegó desde entonces al olvido la profesión de hojalatero.

 

Algunos alimentos se guardaban en panzudas ollas de cerámica vidriada. En la oscuridad de sus vientres dormían, envueltos en grasa, las apetitosas conservas de la matacía: las lonchas de lomo, la longaniza, las sabrosas costillas.

El agua de la fuente o del río, que llegaba a las casas en grandes cántaros de dos asas que las mujeres llevaban apoyados en el costado o erguidos, en un equilibrio que requería oficio, sobre la cabeza. Cerca del fuego del hogar estaban las cazuelas de barro donde se cocían, lentamente los alimentos.

Había un tipo de recipiente para cada necesidad. En el Alto Aragón los cántaros se fabricaban en Tamarite, en Albelda, en Fraga y en Huesca. Antes los hicieron también en Barbastro y en otros lugares. Las grandes tinajas para almacenar el agua se producían en Abiego: los de este pueblo habían aprendido el oficio de los alfareros en Calanda en el siglo XVIII.

La cerámica vidriada se hacía en Naval. Los artesanos de esta villa surtían a todos los pueblos del Alto Aragón de ollas para guardar.

La tierra se extiende sobre el suelo al aire libre, triturándose los terrones mediante rodillos y pasando después a través de un cedazo el polvo obtenido.

La tierra se coloca en una pila grande con agua. Allí se ablanda el barro con manos y pies. Una vez líquido, se le hace pasar a otra balsa, donde pierde el agua por evaporación.

Tras extraer el barro se deja secar durante algún tiempo. Cuando se va a usar, antes de amasarlo, se divide en pedazos manejables.

Para extraer el aire del interior del barro, se amasa con las manos y los pies, moldeando así las pellas que pasaran al torno inmediatamente

Después de orearse en un lugar cerrado, el alfarero añade a las piezas diversos apéndices: por ejemplo, las asas, moldeadas a mano previamente con un barro más tierno.

Elaborados por separado en el torno, los pitorros de los botijos también son añadidos a la pieza ya hecha, horadando su cuerpo con un palo.

Según sus características, la decoración se llevaba a cabo en distintos momentos del proceso. Se hacían las incisiones mientras la pieza fresca aún giraba en el torno. Los sencillos dibujos de la cerámica pintada se realizan con óxido antes de la cocción.

Posteriormente, las piezas pasan a secarse al sol, en caso de la alfarería común, o a la sombra, si es cerámica fina. Después se almacenan para su cocción.

La carga de las piezas es una tarea delicada y lenta.

Se apilan en el horno de forma vertical, generalmente boca contra boca, o bien separadas por soportes de tres trazos hechos de barro cocido (trébedes).

Los hornos constaban de dos cámaras: una inferior para el combustible y la superior para las piezas.

La cochura de las piezas dura aproximadamente un día. El combustible se carga de manera continua y regular. Primero hay una fase de fuego moderado, en la que las piezas pierden humedad, para alcanzar después temperaturas de unos 800 o 900 grados.

Terminada la cocción, el horno se enfría entre 24 y 48 horas, tras lo cual se descarga de arriba abajo.

Las piezas se almacenan en espera de su venta, bien por parte del propio alfarero, bien a través de arrieros o de establecimientos comerciales.

 

Pocos, austeros, escasamente especializados y, casi siempre, muy rústicos: así han sido los muebles tradicionales en el Alto Aragón.

Abundaban las arcas. Cada mujer, al casarse, aportaba una con su ajuar. Solían ser cajas simples y robustas, construidas con madera de pino. Pero en ocasiones la novia llevaba un arca más rica: las hay con primorosas tallas de geometría incisa, otras con vistosas pinturas y algunas con hermosos herrajes.

En los armarios donde se guardaba la ropa –las alacenas- también se esmeró a veces la mano del artesano: se conservan algunos de nogal con buenos paneles decorados con relieves.

Pero el mobiliario del alma tradicional altoaragonés no ha de buscarse en las tallas primorosas, en los colores o en los decorados: está en los objetos prácticos, simples, elementales, realizados con herramientas muy sencillas y labrados con las maderas que brinda el entorno. Se encuentra en los robustos escaños o cadieras que rodeaban el hogar, en las cantareras donde acomodaban sus panzas frescas los cántaros, en los taburetes de tres patas, en los bancos pulidos y desgastados por el uso, en las mesas abatibles de madera blanqueada por la lejía, en los plateros del mismo tono …

El fustero hacía mesas, alacenas y ventanas. Tenía un taller, pero también iba de pueblo en pueblo, de casa en casa, con sus herramientas. Empleaba pocas: la sierra, la zuela, la garlopa, el formón y casi nada más.

Pero para que la madera llegara a manos del carpintero habían sido necesarios muchos trabajos desde que el árbol crecía en el bosque: lo cortaron los picadores en invierno, para sacarlo del bosque y conducirlo hasta un río; allí, los navateros ataron los troncos formando almadías o navatas que, flotando, descendieron río abajo. Cuando alcanzaron su destino, los cortadores, con grandes sierras que manejaban entre dos hombres, convertían los troncos en tablas.

En el Alto Aragón se usó –sobre todo- la madera del pino albar para la construcción de casas –tanto en forjados como en puertas y ventanas-, así como para cualquier tipo de obra práctica, rústica o poco costosa. El nogal se reservó para los muebles más elegantes o delicados. El roble se empleó en las tallas más lujosas y también en los forjados y en los marcos de los vanos.

Otros árboles tenían usos muy especializados: el enebro para resistir a la intemperie, al igual que el tejo; el boj para los trabajos finos y menudos como las cucharas; el mostajo para los mangos de las herramientas … Había una madera para cada necesidad.

 



En las noches de invierno, que llegan tan temprano, las  mujeres hilaban cerca del fuego. Era un trabajo lento. “Poco se gana hilando”, decían, “pero menos mirando”. Hablaban y miraban el fuego mientras hacían girar el huso. El ovillo iba creciendo en torno al eje pulido, que daba vueltas y más vueltas. Un ovillo, y otro, y otro, y otro más: hacían falta muchos para una manta, para una sábana, para una camisa.



Hilaban cáñamo y lana. Aquellas fibras sueltas, cuando llegaban a la rueca para comenzar a trenzarse bajo las órdenes de las vueltas del uso, habían dado ya mucho trabajo. Desde que se esquiló la oveja o se sembró el cáñamo en el huerto, se habían sucedido las tareas: en las balsas o en el río, con las cardas, con la gramadera…





Los ovillos –blanqueados y clasificados según el grosor del hilo- se llevaban al tejedor. Los tejedores abundaron en el Alto Aragón. Trabajaban en los viejos telares instalados en sus viviendas.  Los últimos tejedores tradicionales de la región estuvieron en activo en la comarca de Sobrarbe hasta hace algún tiempo: los afamados tejedores de Javierre de Ara produjeron mantas y colchas muy vistosas hasta los años sesenta; el tejedor de Guaso mantuvo su oficio hasta comienzos de la última década del siglo XX.



 

Cestas para todo: para transportar verduras y para la paja, para las patatas, para la hierba, para la fruta, para las uvas. Cestos pequeños y grandes, delicados, bastos… Canasticos, blancos y finos para la ropa suave y para la costura, grandes canastones, de mimbres gruesos y poderosas asas, donde se transportaba el pasto del ganado; argaderas de panzas múltiples en las que viajaban los cántaros sobre el lomo del asno; canastas siempre limpias para la colada; cestas de caña y de mimbre, recubiertas de estiércol, que forman el hogar confortable y tibio de las abejas; cuévanos, esportones…


El mundo de la cestería es humilde, resistente y frágil a la vez, versátil y variado. Hay una cesta para cada necesidad.Las técnicas de la cestería han acompañado a la humanidad desde la prehistoria más remota. El hombre fabricó cestas antes que vasijas.




En el Alto Aragón los cesteros han usado mimbres, sargas y cañas para producir una variedad enorme de cestos. Los siguen fabricando en nuestros días con los mismos materiales. Pero hay otros que ya no se emplean: la paja del centeno y la zarza con la que se hicieron las magníficas palluzas que se han empleado para guardar la sal son materiales olvidados.



La cocina.

 




Instrumentos fundamentales en la historia de la música popular en Aragón: la gaita de boto, que dejó de tocarse desde los años 60 del siglo XX. Perteneció al último gaitero de Sobrarbe y uno de los últimos de Aragón, Juan Cazcarra, de Bestué (municipio de Puértolas), que falleció en 1963. Fue adquirida por Anchel Conte, director del Instituto y concejal del Ayuntamiento de Aínsa, y por Ignacio Pardinilla, secretario del mismo Ayuntamiento.

La gaita pasó por Robres, San Sebastián, Francia, antes de volver a Aínsa.

Conserva sus clarines afinados en escalas arcaicas no temperadas (tonalidad próxima a DO), lo que hace que no pueda ser tocada con otros instrumentos que sí usan ese sistema de afinado.

Forrado con piel de serpiente, sólo en las gaitas aragonesas.

Es propiedad del Ayuntamiento de Aínsa-Sobrarbe



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