jueves, 3 de marzo de 2022

 Johannes Vermeer (III).

 Mujer con balanza (1664).

Cuando se subastó en Ámsterdam, 32 años después, se titulaba “Muchacha pesando oro”; más adelante, un coleccionista le cambió el título a “Mujer pesando perlas”, es de suponer que por las sartas de perlas visibles sobre la mesa. La modelo, que era probablemente Katharina Bulnes, no pesa ni perlas ni oro, sino monedas. Si aparecen perlas en el cuadro se debe a que la mujer las guarda en la misma caja en la que guarda el dinero y las tiene que sacar para coger la balanza, y si es preciso pesar las monedas ello se debe a que los holandeses aún no usaban monedas de acuñación oficial, por lo que el peso del metal tenía mucha importancia. El cuadro flamenco del juicio final que cuelga a su espalda subraya el acto de juzgar, aunque la mujer es una buena contable. La composición, sosegada y dinámica a un tiempo, muestra a Vermeer en la plenitud de su capacidad creativa.


Han transcurrido ocho años desde que Vermeer pintara “Militar y muchacha sonriente” y “Lectora en la ventana”. Su esposa quizás sea la modelo de dichos cuadros y parece estar embarazada de nuevo cuando su marido la hace posar para “Mujer con balanza”. Katharina rondará la treintena y ya no exhibe ni la postura ni los ademanes de una muchacha, ahora es más dueña de sus emociones. Entonces estaba absorta en las emociones de la juventud, ahora se concentra con calma, sin esfuerzo aparente, en la tarea que tiene delante. Para atenuar la animación que ofrecían las versiones anteriores de esta habitación, Vermeer ha oscurecido el estudio cerrando los postigos inferiores y permitiendo que la cortina, que cubre la parte superior de la ventana, tape casi toda la luz del exterior. Katharina sostiene una balanza y tiene la mano colocada exactamente en el punto de fuga del cuadro, pero nuestra atención se dirige a su rostro tranquilo y sereno.  Nuestra mirada puede que también se nos vaya a los collares de perlas luminiscentes y a la reluciente cadena de oro colocada, con descuido, sobre el borde de su joyero.

El único atisbo de movimiento se adivina en el cuadro del juicio final, de estilo flamenco, colgado en la pared que Katharina tiene a su espalda. Su cabeza está enmarcada por una visión apocalíptica de Cristo con los brazos en alto llamando a los muertos para que se levanten y sean juzgados. Su trono celestial reluce justo encima de la cabeza de Katharina, mientras que los mortales situados a ambos lados miran hacia el cielo y claman por su salvación. A diferencia de esa agitación, Katharina parece tan serena e imperturbable como la pared encalada de la que cuelga el lienzo de pesado marco. El cuadro dentro del cuadro está ahí para guiar al espectador al tema del discernimiento moral. Los que escuchan a su conciencia deben sopesar cuidadosamente su conducta del mismo modo que Cristo sopesará el bien y el mal en el juicio final.  

Katharina sostiene una balanza y el cuadro fue conocido como “Mujer pesando perlas”, pero el título no encaja, no hay perlas sueltas que pesar. Los únicos objetos que podría poner en la balanza son las monedas colocadas a su izquierda junto al borde de la mesa, cuatro moneditas de oro y una moneda grande de plata. Este es el retrato de una mujer que está a punto de pesar dinero, tema habitual entre los pintores holandeses de la época, quizá copiado de una obra de otro pintor de Delft, Pieter de Hooch. 

Hoy ya no pesamos las monedas, pero en el siglo XVII era una parte esencial de las transacciones económicas. Las monedas de plata y oro de la época eran más blandas que las actuales y el metal se desgastaba gradualmente con el uso lo que reducía el peso de la plata o el oro que contenía cada moneda; por consiguiente, las amas de casa tenían que pesar sus monedas para saber cuánto valían en realidad. Esto no habría sucedido de existir una moneda de curso legal, pero dicha forma de pago aún no se había establecido las Provincias Unidas, que disponían de una unidad contable estándar, el florín, pero aún no había florines en circulación. Cuando Vermeer pintó este cuadro, en la década de 1660, sólo había ducados de plata, uno de los cuales pesaba 24,37 gramos. El florín, con un peso de 19,144 gramos de plata fina, se emitió a mediados del siglo XVI, pero después fue sustituido por otras monedas, unas españolas y otras holandesas. La moneda de plata parece un ducado por su tamaño relativo a las monedas de oro.



Según el tema del discernimiento moral que define el cuadro, y aunque algunos artistas usaron la imagen de una mujer que pesaba monedas para condenar la obsesión por la plata, aquí Katharina está bañada de luz y convertida en ejemplo de confianza, considerando que el hecho de que calcule la riqueza familiar es tan honroso y respetable como su embarazo. La violencia que la riqueza es capaz de provocar resulta invisible en este cuadro, donde no aparece el frenesí consumista ni otros tipos de conflictos.

 

La joven de la perla (1665)

Los europeos apreciaban a las perlas de gran tamaño y redondas.  Los chinos valoraban el tamaño; una perla de alta calidad debía tener al menos 3,75 cm de diámetro, pero preferían que fueran levemente aplanadas en un lado, lo que les confiere la forma de una cazuela vuelta del revés, según una fórmula usada por los escritores chinos. Las perlas de alta calidad se denominaban perlas colgantes y se usaban exclusivamente para confeccionar pendientes.

En algunos cuadros hay espejos que reflejan la multiplicidad de causas y efectos que han producido el pasado y el presente. El budismo usa una imagen similar para describir la interconexión de todos los fenómenos conocida como red de Indra. Cuando Indra creó el mundo, lo diseñó en forma de red y de cada nudo de dicha red colgaba una perla. Todo lo que existe o ha existido, cada idea que podamos concebir, cada dato cierto -cada dharma según el lenguaje de la filosofía india- es una perla en la red de Indra. Cada perla no sólo está atada a todas las demás de la red, sino que en su superficie se reflejan todas las joyas que contiene la red.

En al menos ocho de sus cuadros Vermeer pintó a mujeres que llevan pendientes de perlas, y en dichas perlas pintó formas vagas que insinúan los contornos de las estancias. No hay perla más deslumbrante que la que aparece en “La joven de la perla”. En su superficie de gran tamaño -quizá no era una perla auténtica- vemos reflejado el cuello del vestido de la muchacha, su turbante, la ventana que la ilumina desde la izquierda, lo que nos conduce al mayor descubrimiento de ese siglo: el mundo, al igual que esta perla, era un globo suspendido en el espacio.

Hendrik Van der Burch, “Los jugadores de cartas” (1660).

En este cuadro intenta plasmar el mismo tema que Vermeer en “Militar y muchacha sonriente”, un militar que corteja a una muchacha en una estancia privada, aunque con un resultado peor: la distorsión de la perspectiva resulta menos convincente, la coreografía menos dinámica, los rostros más estáticos. Mientras que Vermeer coloca un número reducido de objetos en la estancia, Van der Burgh desvía nuestra atención añadiendo otros objetos: un jarrón azul y blanco de tapa dorada -podía ser porcelana auténtica china o una imitación hecha en Delft-, una jaula para un pájaro y una espada colgada de una bandolera. Lo que más sorprende es el niño negro con pendientes de oro que ocupa el centro de la escena.

Este cuadro es reconocible fácilmente como holandés de mediados de siglo. En él aparecen todos los elementos habituales: ventanas a la izquierda, baldosas cuadradas de mármol dispuestas en diagonal, un zócalo de azulejos de Delft en la parte inferior de la pared, una alfombra turca arrebujada sobre la esquina de la mesa, una jarra de cerámica de Delft que imita la porcelana azul y blanca china, una copa sostenida en alto y un mapa de la provincia de Holanda en la pared.

Puede parecer un Vermeer, pero carece de la precisión en el trazo y el cuidado en la composición. Vermeer no pintó a niños, ni a pajes, ni africanos, pero Van der Burgh nos ofrece los tres. El hombre y la mujer están ocupados jugando a las cartas, al igual que la niñita que aparece a la izquierda está ocupada jugando con el perro faldero.

El pequeño africano, de unos diez años, ataviado con un elegante jubón y pendientes de oro, cumple las órdenes de su ama mirando directamente al pintor, y por consiguiente mirándonos a nosotros. Es el único personaje del cuadro que no participa en ningún juego. Se trata de una postura un tanto extraña para alguien que sirve una copa de vino; debería mirar la copa, que también está en una posición extraña.

Parece que el niño la sostiene con la mano izquierda, pero también podemos pensar que la mujer la sostiene entre el pulgar y el índice, que era la forma cortés de sostener las copas. Si nos fijamos bien, vemos que la mujer tiene una carta en la mano, por lo que no puede sostener la copa. En principio, el pintor debió pensar que la mujer sujetara la copa para que el paje la llenara, dando importancia al principal intercambio, el de el ama blanca y su criado negro, habitual en la clase alta. Pero debió cambiar de opinión y el principal intercambio pasó a ser entre la mujer y su pretendiente, por lo que la colpa ya no es el centro del cuadro sino el naipe. Para no eliminar la figura del niño, sigue pareciendo que sirve el vino, pero la copa está llena y no cae ningún chorro desde la jarra ladeada, por lo que el niño puede mirarnos.


Si sólo conociéramos la obra de Vermeer no sabríamos que había africanos en Delft. Vvan der Burgh nos muestra que los había y otros artistas también los pintaron, normalmente en contextos domésticos, lo que indica que convivían con las familias blancas a las que pertenecían.

 

Leonaert Bramer, “Viaje de los Reyes Magos a Belén” (década de 1630).

Bramer fue mentor del joven Vermeer, intercedió ante la madre de Katharina Bulnes para que le permitiera casarse con ésta, y puede que le hubiera enseñado la técnica pictórica italiana. El cuadro muestra a los tres reyes viajando hacia Belén desde Oriente, tras una estrella aquí personificada en un ángel que porta una antorcha.  Gaspar y Melchor, a pie, ocupan el centro del lienzo; Baltasar está detrás a lomos de un camello, en la penumbra.  La presentación de los tres reyes como dos hombres blancos y uno negro ya era la iconografía habitual hacia 1630, pero fue una innovación de la década de 1440 cuando los primeros esclavos africanos empezaron a llegar a Lisboa.

Bramer pintó este cuadro cuando Vermeer aún era un niño. Los ángeles llevan antorchas y los tres Magos van acompañados de un séquito de ayudantes que se difuminan en la obscuridad. Los Magos visten túnicas suntuosas forradas de piel y llevan cofres de oro que contienen el incienso y la mirra. El único elemento que falta es el Niño Jesús; los tres Reyes Magos aún no han llegado a Belén, pero se aproximan a su destino. Una escena debe transmitir toda la historia.


Para retrotraer a los espectadores a los tiempos bíblicos tuvo que ataviar a sus personajes con prendas propias de Oriente próximo. El cliché habitual son los turbantes, que Melchor lleva en la mano derecha. El mensaje es la unión circunstancial de individuos de distintos orígenes -diversidad étnica- en un viaje hacia un destino que aún no se vislumbra. Los personajes negros no se distinguen bien, lo que quizá indique que no había africanos que pudiera usar como modelos. El rubicundo Gaspar tiene un aspecto totalmente holandés -al igual que los dos ayudantes que se sobresaltan al ver encabritarse al caballo-, quizá retratando a un cliente, pero Melchor tiene rasgos exóticos, quizá judíos o armenios. Los ángeles, de piel blanca, son de etnicidad indefinida.

Para acercar el mundo real y el reflejado en los cuadros los pintores de la generación anterior, como Rembrandt o Bramer, crearon un aspecto híbrido que orientalizaba ciertos rasgos manteniendo sensación de familiaridad. Sin embargo, Vermeer no quiso plasmar un falso realismo histórico, sino trasladar los momentos históricos al presente. En su obra temprana “Cristo en casa de Marta y María, retrató a Cristo con las vestiduras convencionalmente indeterminadas con que los artistas de la época solían vestir a Jesús; a Marta y a María sin embargo las vistió de forma similar a cómo vestían las mujeres holandesas. Y la habitación austera donde están sentados se parece sospechosamente a un hogar holandés. A los 22 años Vermeer ya rehuía los toques orientales.






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