sábado, 6 de noviembre de 2021

 Ordesa en otoño.

 



Al igual que los famosos Lucien Briet o Lucas Mallada (Descripción física y geográfica de la provincia de Huesca, 1878), muchos amantes del lujo otoñal en el color venimos a recorrer de nuevo una parte de este inigualable valle. Llegamos pronto para evitar las aglomeraciones y el día casi no ha levantado todavía. El tiempo ha cambiado y el frío se ha venido con nosotros.

 

Este gran macizo calcáreo de las Tres Sorores o Treserols -el más alto de Europa- culmina en el Monte Perdido, del que desciende en dirección este-oeste el valle del río Arazas. Se formó en la orogenia alpina de la era Terciaria y se modeló durante la erosión glaciar de la era Cuaternaria. El resultado son estos circos y valles glaciares, a lo que hay que sumar los cambios kársticos y la erosión fluvial. El sol se ha entretenido en los picos y no ha descendido al valle, formando espesas penumbras en las laderas que no impiden ver las distintas zonas: los altos roquedos -altitud superior a los 2.000 m-, áridos porque las precipitaciones son recogidas por el sistema kárstico, frente a la exuberancia vegetal del fondo, donde reinan las hayas con los abetos.

Hoy nos fijamos especialmente en el color, en los colores. Las alturas están dominadas por el gris de los diferentes tipos de calizas, con algunos tonos pardo-rojizos de las areniscas calcáreas. El color verde es el del fondo del valle y las laderas boscosas, es el color de la primavera y el verano, y ahora se sigue viendo en las praderas. El blanco ya no tardará en aparecer, es el invierno, a pesar del tono cobrizo de las hojas del quejigar que permanecen hasta la primavera. Hoy nos interesa el espectáculo otoñal del hayedo y el bosque mixto, el despliegue de color.

 


El bar está cerrado y no podemos tomar café, así que, sin pérdida de tiempo, iniciamos nuestro paseo contemplativo, nos sumergimos en el bosque, espeso y cerrado, que se adueña de la tierra, que nos engulle, que nos oculta, que trepa ladera arriba desde el mismo borde del río, que acosa el ancho y cómodo camino, que se abre ante nosotros y se cierra a nuestra espalda. Lentamente, el sol remonta y despierta al día el valle. Aparecen unas luces y se crean otras sombras. Esto es un buen ejercicio para alimentar un espíritu debilitado.

 



El bosque nos deja sin visión. Sólo infinidad de árboles. Atravesando su penumbra, dejando que penetre en los pulmones el aire oxigenado y regenerador, el ligero viento trae hasta nosotros el estruendo de una cascada, el sonido del agua libre, que rompe el profundo silencio y al mismo tiempo se inserta en él. Es la cascada de Arripas. El camino asciende algo sin desprenderse de su escolta vegetal. La mañana avanza y el paso del tiempo lo marcan las variaciones cromáticas que produce la luz. El estruendo del agua sigue en el aire; ahora es la cascada de la Cueva.

 



El camino sigue adelante, rodeando el Tobacor por La Fraucata, hacia la cascada del Estrecho y el Bosque de las Hayas, donde bajan a beber hasta las aguas del Arazas. Si no se quiere avanzar más, desde la segunda cascada puede cruzarse a la margen izquierda y completar un paseo circular hasta la Pradera, con el tapiz de las hojas en el suelo, mientras el color ha estallado sobre la tierra. El suelo forrado de hojas cede mullido bajo las pisadas, haciendo aún más agradable el paseo.


 

Pero, mejor que los comentarios, es dejar hablar a las imágenes.
















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