Gascueña de Bornova (I)
Después de haber recorrido el curso alto del río Bornova,
llego a Gascueña para caminar la ruta 9 del libro de mis amigas Alicia y María
Jesús (“Rutas fáciles para conocer Guadalajara”, aache turismo/5, Guadalajara,
2005, Alicia Ramos y María Jesús Ramos Martín). Se trata de llegar hasta la
antigua fundición La Constante, en la ribera del Bornova, un gran asentamiento vestigio
de la industria minera de la plata en esta zona.
Gascueña de Bornova, situada a una altitud de 1239 m en
la ladera meridional de la sierra del Alto Rey, y con 32 habitantes en 2017, es
de fundación antigua. Su nombre proviene de “gascones”, en referencia a los soldados franceses que vinieron a
ayudar al rey Alfonso VIII en el s. XII, y pudo fundarse en el s. XIII, momento
de la construcción de la iglesia. Perteneció al Común de Villa y Tierra de
Atienza y terminó en manos de los Mendoza.
Situada en alto, deja que el río la rodee por el este,
viniendo de Prádena de Atienza al norte, para adoptar un curso al suroeste.
Está limitada por dos arroyos, el del Barrio al este y el de los Cerezos al
oeste, usados para regar los tradicionales huertos, y queda inmersa en un
entorno bien conservado que conforma unos bellos paisajes. En el pueblo, la
tradicional arquitectura negra, en madera y pizarra, se ve alterada por unas
pinturas color caldera que rompen la estética original.
Es un mañana azul, un día soleado con un cielo sin nubes
y una excelente temperatura. Llego a la plaza del Ayuntamiento, edificio
simétrico de estética tradicional, en piedra. No se ve ninguna persona, pero
unos perros me ladran y unos asnos beben en el pilón de la fuente. Detrás, en
una insólita imagen, hay unas canastas de baloncesto, aunque no sé quién las
usará. Bajo hasta la ermita y giro a la izquierda, pasando por el
resplandeciente lavadero y tomando un buen camino en bajada.
A la derecha, entre el desnudo robledal, de roble melojo
o rebollo, aclarado para formar zonas de pasto, hay unas tainas o tinadas para
el ganado derruidas, indicador del fin de una de las actividades
características de la zona, que tiene en las paredes de separación de las
fincas, en cuarcita y pizarra, con un profundo estético en el uso de las
grandes losas, una de sus señas de identidad. Es el reino de la piedra y la
jara, que coloniza rápidamente estos terrenos abiertos de zonas más secas,
mientras el brezo lo hace en las más húmedas y altas. Detrás, profundo, se
desliza el arroyo de Los Cerezos, mientras al otro lado culebrean por la ladera
las paredes de piedra.
Unas grandes losas clavadas en el suelo en línea recta
nos remiten a un paisaje que podría ser prehistórico y que habla claramente del
duro trabajo de las gentes. La bajada se hace más fuerte, entre alguna encina
solitaria y frondosas en los barrancos, hasta que en una zona más llana aparece
un arroyuelo delicioso, con un agua pura, transparente, alegre. La lluvia de
los últimos días ha embarrado algo el camino pero ha alimentado estos arroyos.
No se ve desde el camino, pero a la derecha, un poco apartada, está la Ermita
de la Magdalena, ruinosa.
Poco después, enfrente, está el río Bornova con un
puente. Detrás, en la otra orilla, un apretado pinar de repoblación, de un color
verde oscuro, ocupa toda la ladera. El camino sale a la izquierda, sin cruzar el
río, y pronto se convierte en senda que atraviesa la umbría de la espesa
vegetación de ribera. El río baja fuerte, con bastante agua por las últimas
lluvias, turbio. Unos ladridos indican que he sido descubierto. En la otra
orilla se levanta la Casa Rural Molino Castilpelayo, que no muestra otras
señales de actividad.
La senda se va enmarañando y se hace difícil el paso
entre el enredo del matorral que la cubre. Pasado ese punto, se hace más fácil,
entre álamos y chopos, disfrutando del rumor del agua, suave en unos tramos
suaves, más llanos, en los que compite con los animados trinos de los pájaros,
pero fuerte en otros donde ha aumentado la pendiente. Las piedras del fondo
provocan una espuma blanca y más ruido. Hay muchos árboles caídos, algunos viejos,
podridos, pero otros fuertes arrancados por su base por la fuerza del agua. Los
que han caído desde la otra orilla hacen de improvisado e inestable puente
sobre el río. Los árboles de la ribera están punteados de los brotes
primaverales, color verde claro, que acaban de salir.
De vez en cuando se oyen ruidos entre la hojarasca que
cubre el mullido suelo indicando que algún animalillo me huye. De pronto, una
línea recta, de las que no existen en la naturaleza, sino que son obra humana.
Se trata de una pared poco alta, trazada con grandes sillares bien trazados y
cubiertos de una espesa capa de musgo verdoso, que forma la protección de un
canal de desagüe que poco antes he cruzado, cuando el agua era devuelta al río.
El edificio es imponente. Un alto muro de grandes
sillares hasta el río lo protege de la fuerza de la corriente, que viene en
curva y se lanza contra él. He llegado a La Constante, cuya descripción queda
para otro artículo. El edificio está construido por anchos muros de perfectos
sillares, especialmente en las esquinas y los vanos, y con sillarejo en el
resto, que han resistido el paso del tiempo. En algunos puntos se ven los pasos
subterráneos del agua. Los interiores están caídos dejando ver la divisoria
entre los pisos y una esbelta chimenea que destaca por su color anaranjado
rojizo.
Tras pasar un canal de entrada del agua aparece una pared
ruinosa con árboles apoyados, todo cubierto de hiedra, que compone una visión
muy romántica. Enfrente, unas grandes escaleras musgosas. Se tiene la sensación
de estar descubriendo una ciudad perdida en la selva. Las escaleras suben hacia
las casas, propiedad privada, con una parte rehabilitada que se cruza por
debajo. Otras ruinas a la derecha son el resto de las casas de la Escuela.
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