viernes, 5 de julio de 2019


Gascueña de Bornova (I)

Después de haber recorrido el curso alto del río Bornova, llego a Gascueña para caminar la ruta 9 del libro de mis amigas Alicia y María Jesús (“Rutas fáciles para conocer Guadalajara”, aache turismo/5, Guadalajara, 2005, Alicia Ramos y María Jesús Ramos Martín). Se trata de llegar hasta la antigua fundición La Constante, en la ribera del Bornova, un gran asentamiento vestigio de la industria minera de la plata en esta zona.

Gascueña de Bornova, situada a una altitud de 1239 m en la ladera meridional de la sierra del Alto Rey, y con 32 habitantes en 2017, es de fundación antigua. Su nombre proviene de “gascones”, en referencia a los soldados franceses que vinieron a ayudar al rey Alfonso VIII en el s. XII, y pudo fundarse en el s. XIII, momento de la construcción de la iglesia. Perteneció al Común de Villa y Tierra de Atienza y terminó en manos de los Mendoza.

Situada en alto, deja que el río la rodee por el este, viniendo de Prádena de Atienza al norte, para adoptar un curso al suroeste. Está limitada por dos arroyos, el del Barrio al este y el de los Cerezos al oeste, usados para regar los tradicionales huertos, y queda inmersa en un entorno bien conservado que conforma unos bellos paisajes. En el pueblo, la tradicional arquitectura negra, en madera y pizarra, se ve alterada por unas pinturas color caldera que rompen la estética original.

Es un mañana azul, un día soleado con un cielo sin nubes y una excelente temperatura. Llego a la plaza del Ayuntamiento, edificio simétrico de estética tradicional, en piedra. No se ve ninguna persona, pero unos perros me ladran y unos asnos beben en el pilón de la fuente. Detrás, en una insólita imagen, hay unas canastas de baloncesto, aunque no sé quién las usará. Bajo hasta la ermita y giro a la izquierda, pasando por el resplandeciente lavadero y tomando un buen camino en bajada.

A la derecha, entre el desnudo robledal, de roble melojo o rebollo, aclarado para formar zonas de pasto, hay unas tainas o tinadas para el ganado derruidas, indicador del fin de una de las actividades características de la zona, que tiene en las paredes de separación de las fincas, en cuarcita y pizarra, con un profundo estético en el uso de las grandes losas, una de sus señas de identidad. Es el reino de la piedra y la jara, que coloniza rápidamente estos terrenos abiertos de zonas más secas, mientras el brezo lo hace en las más húmedas y altas. Detrás, profundo, se desliza el arroyo de Los Cerezos, mientras al otro lado culebrean por la ladera las paredes de piedra.

Unas grandes losas clavadas en el suelo en línea recta nos remiten a un paisaje que podría ser prehistórico y que habla claramente del duro trabajo de las gentes. La bajada se hace más fuerte, entre alguna encina solitaria y frondosas en los barrancos, hasta que en una zona más llana aparece un arroyuelo delicioso, con un agua pura, transparente, alegre. La lluvia de los últimos días ha embarrado algo el camino pero ha alimentado estos arroyos. No se ve desde el camino, pero a la derecha, un poco apartada, está la Ermita de la Magdalena, ruinosa.

Poco después, enfrente, está el río Bornova con un puente. Detrás, en la otra orilla, un apretado pinar de repoblación, de un color verde oscuro, ocupa toda la ladera. El camino sale a la izquierda, sin cruzar el río, y pronto se convierte en senda que atraviesa la umbría de la espesa vegetación de ribera. El río baja fuerte, con bastante agua por las últimas lluvias, turbio. Unos ladridos indican que he sido descubierto. En la otra orilla se levanta la Casa Rural Molino Castilpelayo, que no muestra otras señales de actividad.

La senda se va enmarañando y se hace difícil el paso entre el enredo del matorral que la cubre. Pasado ese punto, se hace más fácil, entre álamos y chopos, disfrutando del rumor del agua, suave en unos tramos suaves, más llanos, en los que compite con los animados trinos de los pájaros, pero fuerte en otros donde ha aumentado la pendiente. Las piedras del fondo provocan una espuma blanca y más ruido. Hay muchos árboles caídos, algunos viejos, podridos, pero otros fuertes arrancados por su base por la fuerza del agua. Los que han caído desde la otra orilla hacen de improvisado e inestable puente sobre el río. Los árboles de la ribera están punteados de los brotes primaverales, color verde claro, que acaban de salir.

De vez en cuando se oyen ruidos entre la hojarasca que cubre el mullido suelo indicando que algún animalillo me huye. De pronto, una línea recta, de las que no existen en la naturaleza, sino que son obra humana. Se trata de una pared poco alta, trazada con grandes sillares bien trazados y cubiertos de una espesa capa de musgo verdoso, que forma la protección de un canal de desagüe que poco antes he cruzado, cuando el agua era devuelta al río.

El edificio es imponente. Un alto muro de grandes sillares hasta el río lo protege de la fuerza de la corriente, que viene en curva y se lanza contra él. He llegado a La Constante, cuya descripción queda para otro artículo. El edificio está construido por anchos muros de perfectos sillares, especialmente en las esquinas y los vanos, y con sillarejo en el resto, que han resistido el paso del tiempo. En algunos puntos se ven los pasos subterráneos del agua. Los interiores están caídos dejando ver la divisoria entre los pisos y una esbelta chimenea que destaca por su color anaranjado rojizo.

Tras pasar un canal de entrada del agua aparece una pared ruinosa con árboles apoyados, todo cubierto de hiedra, que compone una visión muy romántica. Enfrente, unas grandes escaleras musgosas. Se tiene la sensación de estar descubriendo una ciudad perdida en la selva. Las escaleras suben hacia las casas, propiedad privada, con una parte rehabilitada que se cruza por debajo. Otras ruinas a la derecha son el resto de las casas de la Escuela.

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