sábado, 1 de noviembre de 2014


Memorias del Camino. Epílogo.

En otros artículos hemos ido señalando muchos de los monumentos que jalonan el Camino; ya indicamos que, como espacio de intercambios artísticos, sirvió para encauzar la difusión de las artes plásticas. Hemos visto catedrales, iglesias, castillos, etc., pero hay otros: Obanos (un viejo árbol es la unión de las dos rutas), cañada real en Lorca, cementerio de Navarrete (recuerdo a una fallecida al ser atropellada cuando peregrinaba en bicicleta), alto de la Pedraja (a los caídos en la Guerra Civil), Frómista (Canal de Castilla), Redecilla del Camino (rollo jurisdiccional), etc.

Son palpables las consecuencias de las peregrinaciones como el alto nivel de urbanización, la gran importancia de la actividad mercantil y de las infraestructuras, las ciudades que nacieron en lugares de paso, sobre todo junto a ríos, etc. Hemos recordado la actividad de Santo Domingo de la Calzada y de San Juan de Ortega y que había lugares peligrosos por el bandidaje (Montes de Oca), animales salvajes (osos y lobos) e inclemencias del tiempo.
Nájera
Esas ideas fluían por cauces profundos que el tiempo y la costumbre habían excavado. Nosotros hemos aprovechado el tiempo porque “cuando se viaja es para instruirse; cuando se cambia de lugar es para ver” (A. Dumas), pero no hemos tenido ningún problema y no hemos tenido que recurrir al derecho de asilo, al hospital, la manifestación más típica de la caridad para con los peregrinos.
Hemos terminado el viaje entrando en la catedral y recordando, al ver el botafumeiro, que la infanta Catalina, hija de los Reyes Católicos, antes de embarcar para casarse con Arturo, Príncipe de Gales, estuvo aquí. Ese día el botafumeiro se soltó y salió disparado por una puerta del crucero derramando brasas pero sin causar víctimas. Así terminamos nuestro recuerdo de la peregrinación a Santiago siguiendo el camino de las estrellas.

Al volver caemos en la cuenta de que no hemos traído una concha, demostración del largo viaje, que tiene valor alegórico –representa una mano que se abre, precepto de caridad- y es símbolo de resurrección, como el milagro del hombre salvado de un naufragio que se despertó cubierto de conchas.

Ha sido una epopeya, un cantar de gesta, “la más alta ocasión que vieron” nuestros viajes, pero hemos ido demasiado deprisa, ha sido un viaje efímero. Con las prisas no ha resultado un viaje interior, no nos hemos encontrado a nosotros mismos y eso que hemos ganado porque quizá no nos hubiera gustadlo lo que viésemos. No creemos que nos cambie porque “los que atraviesan los mares cambian de cielo, pero no de condición” (Horacio), aunque volvemos trayendo más mundo, como volvía Ulises trayéndose todo el Mediterráneo.

Tampoco nos ha servido en otro sentido: tango ganar indulgencias, subir el alto del Perdón, etc., para nada, puesto que no teníamos nada que hacernos perdonar; quizá tendríamos que haber sido más previsores, haber aprovechado la ocasión y haber pecado antes a conciencia. Lo hemos tomado como un asunto cultural, de superación personal, como un espacio de reflexión y sacrificio frente a la artificiosidad y banalidad de la vida cotidiana, de la intrascendente espuma de los días, y no como un tema religioso; ya desde el siglo XIII había pasado de expresión de sentimiento de devoción a acto utilitario, de penitencia canónica a pena impuesta por la autoridad civil a la Inquisición.

A medida que se avanza el pasado se parece al paisaje que atravesamos, que se borra a medida que se aleja; por eso hemos querido contarlo –aunque sea con brevedad, con anorexia narrativa-, porque la escritura es la fuente de la memoria. En fin, hemos irrumpido en la placidez del verano y del amable lector con nuestro trepidante ritmo, pero aquí lo dejamos hasta el año que viene “pues no basta el recuerdo cuando aún queda tiempo” (L. Cernuda) y “la historia es un incesante volver a empezar” (Tucídides).

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