sábado, 10 de mayo de 2025

 Osa de la Vega

Las ciudades romanas fueron muy importantes en el control, organización y explotación del territorio. Un ejemplo clásico es Asturica Augusta (Astorga) y su relación con las minas de oro de Las Médulas en el Bierzo (León). Otro ejemplo es Segóbriga, la capital del distrito minero del lapis specularis en la actual provincia de Cuenca. Plinio escribió que la zona de complejos mineros estaba en un área comprendida “cien mil pasos alrededor de la ciudad de Segobriga”. En esta ciudad, lugar de culto al pasado, territorio que devuelve un eco antiguo, es donde comienza la ruta, que debe completarse con la visita a alguna de las cuevas practicables en las que quedan rastros de la actividad minera. La más completa se halla en Osa de la Vega, población en dirección a Belmonte. 

La zona estuvo poblada desde antiguo y, en fechas más cercanas, por los celtíberos desde la Edad del Bronce, mil años antes de nuestra era. Según Ptolomeo, Segóbriga era originariamente celtíbera, pero su apogeo le llegó en el periodo romano, durante el que hubo en el territorio de la actual provincia de Cuenca una intensa actividad minera para la explotación del lapis specularis. La comercialización del producto se realizaba por las calzadas, la que unía Complutum (Alcalá de Henares) con Carthago Nova (Cartagena), que se unía en Segóbriga con la que venía de Ercávica. 

Esta actividad económica fomentó la romanización del interior de la Península en tiempos de Augusto. En Osa de la Vega han aparecido tres aras votivas dedicadas una a Mercurio, dios del comercio, y dos a Silvano, deidad protectora de los bosques, agricultura y ganadería, de finales del siglo II, la época de la mayor explotación minera. Se trabajó intensamente durante los siglos I y II, abandonándose las minas después, por lo que han permanecido en buen estado de conservación hasta la actualidad. 

El final de la actividad extractiva significó la decadencia de Segóbriga. Ya en el siglo IV comenzó el expolio de los materiales constructivos de los grandes edificios públicos; en el siglo V el foro estaba ocupado por viviendas y talleres que reaprovechaban las antiguas construcciones; desde el siglo VI fue cabeza de obispado visigodo, al igual que Ercávica, prosiguiendo sus noticias hasta finales del siglo VII; desde el siglo VIII fue un pequeño centro rural, conocido en el siglo XIII como Cabeza de Griego. Actualmente, el sendero GR 163, El cristal de Hispania, recorre la ruta del lapis specularis.



El punto de reunión en Osa de la Vega es el “Centro de Estudios e interpretación de las minas romanas de lapis specularis”, donde se muestra cómo los romanos lo utilizaban como material de construcción en el revestimiento de ventanales al ser traslúcido, aunque también tuvo usos decorativos y estéticos al reflejar la luz y funcionar como un espejo (espejuelo). Con los restos menos aprovechables se fabricaba yeso. 

El Centro de Interpretación, bien planteado en su escueto espacio, expone elementos antiguos, como piedras molineras de probable origen romano, otros del proceso de extracción, como herramientas, cestería de esparto, poleas, recreación de alguna actividad concreta, etc., y ejemplos del uso del lapis specularis, como una urna metálica con recreación de uso ornamental, una ventana, etc. Incluso un telar tiene las pesas de yeso.

En Osa de la Vega existen varias minas del periodo romano. Una de ellas es “El Pozo”, que se encontraba colmatada desde el siglo I. Es de sección cuadrangular y mantiene señales del entibado, huellas de herramientas y huecos para facilitar el ascenso o descenso. La excavación, en el año 1999, llegó hasta unos doce metros de profundidad y se interrumpió por seguridad, debido a algunos derrumbes, sin llegar a las salas. Se recuperaron huesos de animales que indicaron que la dieta incluía perdices, ovejas, cabras, cerdos y vacas.  

Desde el Centro de Interpretación nos trasladamos, bajo la dirección de nuestro guía Miguel Ángel, a la mina que vamos a visitar, que dista del pueblo unos dos kilómetros en dirección a Belmonte. Se trata del complejo minero “Las Horadadas”. Las características favorables de este yeso, selenita, son el gran tamaño de los cristales y su transparencia, su fácil manipulación y su aplicación como cristal. Un uso posterior fue, una vez calcinado, el blanqueado de las fachadas. Su explotación fue un revulsivo económico para la región, donde se potenciaron ciudades rectoras como Segóbriga y Ercávica, e incluso núcleos más pequeños como Osa de la Vega.

En el exterior de las minas había unas instalaciones auxiliares que incluían centros de procesamiento (selección de las placas por calidades y tamaños, perfilado del formato a cortar con un punzón, cortado con sierras y serruchos en módulos comerciales de formas cuadrangulares y en medidas múltiplo del pie romano), instalaciones metalúrgicas (producción y reparación de herramientas), cestería (esparto), embalajes, etc. También había hornos para la cocción de las piezas y restos no comercializables dedicados a la producción de escayola y yeso para la construcción. La salida era la calzada romana hacia Carthago Nova para distribuirlo por vía marítima. En la excavación se encontró una zona metalúrgica, con varios hornos-fraguas y escorias férricas. Estas construcciones eran de precaria calidad, ocuparon el lugar durante los siglos I y II, y después se abandonaron por falta de mineral. Desaparecieron corroídos por el tiempo y el abandono, quedando una zona que la prosperidad había dejado de lado. Fueron tiempos de crisis, de metamorfosis, de decadencia. Una historia de crepúsculos.


La aproximación a la cueva nos crea una idea de estas minas subterráneas, de no más de treinta metros de profundidad, a las que se accedía por pozos y que disponían de galerías sinuosas con algún punto más amplio. El sistema de iluminación consistía en lucernarios, oquedades horadadas en la roca, en las paredes, de pequeño tamaño (10 cm alto x 5 cm fondo), en los que se colocaban las lucernas (cinco cm, terracota, depósito de aceite con mecha) a distancia máxima de 1,5 m, quizá dependiendo de la dureza de la roca.


La herramienta básica para el trabajo fue el pico o puntero, de hierro y con sección cuadrada. Se afilaban con piedras de arenisca, aceite (filo suave) y agua (filo acerado). Sus marcas en la mina son una sucesión muy concentrada de rectas, lo que da idea de la dureza del trabajo de los mineros, otros de los peones de la Historia, cuya actividad no debe poetizarse en la imaginación.

Con sus golpes se desprendían lascas y con cuñas o cinceles se extraía la placa. Todo el material se sacaba de los pozos en cestos de esparto. El olvido fue la consecuencia del abandono. Aunque los complejos exteriores desaparecieron, quedaron las alteraciones en la topografía de las zonas cercanas a las bocaminas y accesos. Según nos cuenta el guía, parte de la ondulada línea formada por la enarcadura suave de las lomas que cortan el horizonte fueron producidas por la acumulación de las extracciones de escorias, aunque ahora las veamos perfectamente integradas en el paisaje.

En este complejo de “Las Obradás”, cerro yesífero “Las Horadadas”, hay unas veinte minas en dirección Este-Oeste a lo ancho del cerro. Su explotación no se alargó en el tiempo al agotarse los filones. La mayor mina practicable del distrito minero es “La Condená”, a la que se accede a través de uno de sus antiguos pozos de extracción. Alrededor hay zonas hundidas, como las dolinas o torcas en zonas kársticas, producidas al colapsar algunas galerías. Otros pozos cercanos parecen indicar que estuvieran unidos mediante galerías subterráneas. Vemos uno muy accesible, aislado, con brocal, cerrado por una verja. No existe territorio de la Historia a salvo de leyendas, por lo que aquí también se dan los recurrentes tesoros escondidos en alguna de las minas.




El camino asciende lentamente hasta la boca de la cueva situada en una pequeña hondonada y cerrada también por una verja. El guía arranca el generador que proporciona la escueta luz de la cueva y todos nos colocamos el casco de minero con frontal. 




Una escalera metálica, en dos tramos, desciende en vertical por el pozo y se adentra en la tierra, en el abismo. Irrumpimos en la calma milenaria del interior, en el sereno mundo de la oscuridad infinita, que nos engulle, y del silencio hueco, profundo y mineral, que produce un sosiego inquietante. Oímos el eco de nuestros pasos. La oscuridad crea el misterio. 





Entramos en pequeños grupos para pasar más fácilmente el primer tramo del estrecho sendero, iluminado directa y eficazmente por una larga tira de led, aunque no resulte lo más adecuado. Avanzamos con pasos cautelosos, torpes, susurrantes, debido a la confusión del irregular camino, con los sentidos aguzados, con curiosidad arqueológica, por este lugar hundido en el tiempo donde habitan las huellas del pasado, un lugar con una gran carga emocional, un lugar de roca de aristas vivas y alma muerta. 



Cuando todos los grupos estamos reunidos, el guía -que parece tener alma eremita- nos cuenta aspectos relacionados con la mina y su historia con comentarios calmos, certeros, con voz serena, paciente, persuasiva. Las miradas puestas sobre él. Es el poder de la palabra. En la quietud del aire la voz se transmite claramente. La mina tiene forma laberíntica, una morfología caótica en apariencia, aunque las galerías parecen confluir en una sala. El espacio es reducido, pero cuenta con tres pisos o niveles de explotación y un kilómetro de longitud, aunque las zonas practicables son menor distancia. Hay zonas explotadas que quedaron colmatadas por escombros y hundidas. En la oscuridad el tiempo parece haberse detenido en un fragmento de eternidad, inmutable.

La fría luz de nuestros frontales taladra la negrura cuando avanzamos, pero los apagamos al parar para recibir las explicaciones, puesto que entonces sólo sirven “para deslumbrarnos los unos a los otros”. En otra de las paradas -en las que se aprecia una iluminación indirecta más adecuada- nos cuenta que la explotación de la mina se produjo en época altoimperial, en el siglo I, siguiendo el modelo básico de cámaras y pilares, utilizando las grandes salas como elemento distribuidor del que parten galerías en todas direcciones. La sala, por tanto, era el lugar central que recibía el material extraído y concentraba los servicios y la logística. El guía abre silencios entre sus comentarios para asimilar la información, y continúa. 



Avanzamos otro pequeño recorrido, vagando por un mundo sin luz, y nos detenemos de nuevo en perfecto desorden. A pesar de que en el grupo hay niños, en cuyos ojos se advierte el fulgor febril de la aventura y a los que hay que enseñar a amar el pasado y la cultura, y alguna persona que quizá puede tener dificultades, la marcha no se interrumpe. 


Mientras guardamos un ceremonioso silencio, el guía nos sigue explicando, y señalándolos con su luz, detalles concretos como las huellas de los golpes de los picos, los lucernarios, los restos del yeso que brillan especialmente, brillos como miradas sin vida, como estrellas en la noche, mientras nosotros, con ojos aprobatorios, miramos el vacío, intentamos la mirada más allá de las paredes. Los ojos exploratorios trazan líneas invisibles, coordenadas. Vemos unas galerías muy bajas, excavadas por personas pequeñas, niños. La existencia mítica de seres pequeños trabajando en las minas como los elfos, los knockers (“golpeadores”, enanos mineros en Inglaterra y Escocia), los morgos (duendes en el valle de Guadalmez, Ciudad Real), etc., no oculta la crueldad de estos trabajos infantiles.

La luz de Miguel Ángel, de nombre con intensas remembranzas artísticas, nos señala algunas columnas que impiden que la galería colapse. Esta arquitectura rudimentaria contenía la primigenia estética de la escultura, la preocupación por la masa por encima del vacío y su concepción del espacio escultórico como un cuerpo lleno de volumen, pero los vacíos respirables aparecieron en la escultura y, al final, todo resulta un monumento negativo que se ha construido retirando la masa pétrea sobrante, como si la obra emergiese al igual que lo hacían las esculturas de Michelangelo Buonarroti, que era ante todo escultor, tanto que, en el contrato de las pinturas al fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina, de actualidad en estas fechas, firmó como “Miguel Ángel, escultor”. Su teoría era que la obra ya existía dentro de la piedra, que el artista -los mineros en este caso- tenía que eliminar lo que sobraba, como se ejemplifica en sus estatuas inacabadas (Esclavos, San Mateo, etc.).

La temperatura interior parece igual que la exterior. El tiempo pasa entre la atención al recorrido y las explicaciones. Prosigue la historia con el uso posterior al momento del abandono del trabajo, que fue local y de refugio en tiempos de crisis. La reutilización tuvo distintos objetivos, como una necrópolis visigoda. Los muertos volvían al inframundo, al reino del dios Hades en la mitología griega, al de Plutón en la romana, al de Arawn en la celta o al de Ataecina en la celtíbera. De época visigoda se encontró un tesorillo de monedas, trientes, ocultadas a comienzos del siglo VIII debido a la invasión musulmana. También fue refugio en el siglo XVII. Del siglo XVIII quedan unas inscripciones debidas a unos religiosos que investigaron estos corredores. El último periodo de refugio sucedió durante la Guerra Civil del siglo XX. 



Finalmente, volviendo la heroica espalda, desandamos el laberíntico camino y vamos saliendo a la superficie. Nuestra mirada está aún colmada de silencio. 




El paisaje ameno bajo los altos cielos en el que flotan nubes algo borrascosas, los campos que trascienden a frescura de abril, aunque ya estemos en mayo, nos devuelven a la realidad con la melancólica reflexión inducida por la intuición de estos duros trabajos. Ha sido una aventura excursionista que tiene poco de aventurado. Hemos fotografiado no al hombre, sino su rastro. La mina es un documento resguardado de la Historia, porque para buscar la verdad de la Historia es necesario buscar en las sombras. Hemos estado sumergidos al otro lado del tiempo y volvemos al siglo esperando nuevos descubrimientos futuros, porque la Historia no está nunca definitivamente escrita y debemos encontrarle sentido para que se convierta en el libro de los vivos.

Estas actividades sacan a la luz lo que permanecía anclado en el olvido, parte de la vida enterrada en él. Es el despertar de un ayer olvidado, desandar el tiempo curvo, recordar los tiempos idos. Aprovechamos el pasado, pero no el presente. De nuestro paso turístico queda muy poco beneficio en el pueblo. En cualquier caso, sirva esta apresurada crónica para agradecer a Miguel Ángel y demás su ilusión, su trabajo y sus enseñanzas, y para dar ánimo en la continuidad de la labor didáctica. 


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