jueves, 5 de octubre de 2023

Fisterra (Finisterre)

El cabo Finisterre es el extremo de una península rocosa de relieve accidentado (monte Facho, 247 m) que desciende bruscamente en acantilado hacia el mar, penetrando en el océano Atlántico (Costa de la Muerte). Los romanos creían que era el punto más occidental de la península Ibérica, pero el cabo Touriñán y el cabo da Roca (Portugal) están más al oeste. En época romana se creía que era el fin del mundo conocido, de ahí que su nombre derive del latín “finis terrae”, fin de la tierra.


En la cima del monte Facho se encuentra el faro, considerado el final del Camino de Santiago. Fue construido en 1853, con base octogonal y terminado en cornisa con balcón. La linterna, poligonal, mide 17 m y su luz, desde sus 143 m sobre el nivel del mar, alcanza más de 30 millas náuticas. En 1888 se le añadió una sirena (la Vaca de Fisterra) para advertir en los días de niebla.

 

 


Los orígenes están envueltos en la niebla del lugar, paraje de aura legendaria que descansa en la mitología de sus primeros pobladores. Queda cultura megalítica, “puerta de los cielos”, dólmenes como la tumba de Orcavella (la “meiga zugona”, bruja que chupaba la sangre de los niños), situada en la cumbre del monte Facho. Los dólmenes como “puertas al más allá” se vinculan a la Vía Láctea, vehículo de almas y relación con los astros, especialmente el sol. También quedan restos de la cultura del vaso campaniforme, 2600-1600 a.n.e., asociada al Calcolítico y al periodo inicial de la Edad del Bronce.



Las antiguas civilizaciones miraban al cielo, la residencia de sus dioses, a la Vía Láctea y al Círculo de Orión, dos caminos de estrellas que terminaban en la última tierra occidental. Muchos pueblos llegaron a occidente para ver el lugar desde donde partían los muertos al otro mundo, para ver donde el sol tenía su casa. Los pueblos centroeuropeos se habían fijado en que, en las noches claras, en el cielo apare­cía marcado un rumbo mediante millones de estrellas: era la Vía Láctea, el Camino de las Estrellas, señalando al occidente y debiendo significar algo.

Quizá son los ligures, pueblo navegante, los responsables de esta cultura por toda la costa occidental de Europa. Se les considera antecesores de los celtas. Hesiodo, s. VII a.n.e., denomina Ligues (Ligur) a todo el occidente europeo y Eratóstenes, s. III a.n.e., decía que a España se la conoció como “Ligustike”. Los ligures fueron matriarcales y construyeron dólmenes y megalitos. De entonces son las leyendas de Viejas o Mouras constructoras de dólmenes como el de Orcavella en Fisterra.

Los cultos litolátricos de estos pueblos no se dirigían a las piedras sino a la divinidad de la que eran residencia. El dios ligur, Lug, era una deidad solar que no tenía imagen. Lug es palabra indoeuropea que significa “el que brilla”, “luminoso”. Su animal totémico era el lobo. Al final del Arco Iris del Dios Lug, en el extremo occidental de Europa, es donde arribaron las gentes de la tribu celta de los Nerios, habitando lo que Estrabon llamaba el Promontorio Nerium en Fisterra, vecinos de los Ártabros. Más tarde Lug sería asimilado por la mitología celta.

Los celtas se impusieron a los habitantes neolíticos y de la época de Bronce, los ligures, hacia el 600 a.n.e., ocupando la primera y segunda Edad de Hierro. Fueron los que dieron nombre a Galicia, celtas gaeles, galos. Los puntos de confluencia entre los pueblos celtas están marcados por megalitos o dólmenes, que son muy anteriores a ellos. De estos tiempos de cambios debe señalarse a la reina ligur Lupa (Loba), subordinada a un rey celta invasor de Duio, a su vez sometido al Imperio Romano.

 

Las creencias hacia la existencia de una isla situada al oeste, donde se ponía el sol y a donde se iba al morir, aparecen en las leyendas celtas, que muestran héroes que hacen su último viaje a ese paraíso en una barca de piedra. Los celtas consideraban que el espíritu de los muertos partía hacia otro mundo desde Fisterra, el punto más occi­dental de Europa, considerándole un lugar sagrado, lugar donde señalaba El Camino de las Estrellas, peregrinando desde enton­ces hasta allí. Los Celtas tenían más de cien dioses: como ríos, montes, árboles, fuentes, colocando piedras altas en el cruce de los caminos donde les adoraban. La Iglesia Católica tomó este hecho para convertirlo en cruceiros.

En toda la costa hay distintas formas de pervivencia de la unión entre piedra, mar y espiritualidad. Cerca estaba el monte Pindo, el Olimpo de los celtas, que no se sabe si fue el también mítico monte Medulio, lugar de historia numantina de resistencia y muerte ante los romanos. La leyenda sitúa en él parte del tesoro de la reina Lupa. Los celtas no dominaron la escritura. No dejaron ningún texto escrito, pero sobre ellos nos hablan Ptolomeo, Avieno, Plinio y Estrabón entre otros, los geógrafos clásicos.


Posteriormente llegaron otros pueblos. Por mar lo hicie­ron los fenicios, asombrándose al ver entrar el sol en el océano. En Finisterre elevaron un altar para adorar al Sol, "El Ara Solis". Los griegos dieron el nombre de Vía Láctea a este reguero de estrellas que en latín significa camino de leche, por la apariencia de la banda de luz y así lo afirma la mitología griega explicando que se trata de leche derramada del pecho de la diosa Hera. Entre 630-570 a.C. se detecta un importante comercio griego en el sur de la Península Ibérica. La caída de Tiro llevó a que Cartago, colonia fenicia situada en Túnez, controlara a las otras colonias occidentales, justificando así el carácter imperialista y militarista que tuvo posteriormente en el siglo III a.C.

Hay presencia de navegantes y exploradores cartagineses como Himilcon, que hacia el 450 a. C. realizó un viaje por el Océano Atlántico (designado como “Oceanus Gallicus” en Plinio) para monopolizar el comercio de estaño con los celtas Oestrimnios. En el poema de Avieno, se constata que a siete días de navegación distaba el promontorio Oestrimnico (Cabo Finisterre) de las Columnas de Hércules.

 



Los griegos, guiados por la Osa Mayor, también fijaron sus derroteros por las costas occidentales de Europa. Uno de los más afamados fue Piteas, hacia el 330 a.n.e., de los primeros griegos en cruzar el estrecho de Gibraltar o Estelas de Heracles hacia el norte, por Finisterre e Islas Británicas hasta Tule, que quizá fuese Islandia. Fue el primer testimonio escrito en que se llama Hispania a la península Ibérica.


 

En el año 136 a.n.e los romanos llegaron a Galicia para buscar minerales, según los geógrafos clásicos Dión Casio y Paulo Osorio. Llegaron al Finiste­rrae, "Promontorium Nerium", donde vivía la tribu de los Nerios. Describían así la puesta de sol: "Cada día en el Noroeste de la península, el sol se mete en el océano, produciendo un ruido, un chirrido, como si metiésemos un hierro candente en el agua".

 

Aquí se encuentran los restos arqueológicos de Vilar Vello y los de la ermita de San Guillermo, relacionada con la cristianización de lugares paganos destinados a los ritos de fertilidad, especialmente la llamada “Cama de San Guillermo”, excavada en la roca, a donde acudían las mujeres, que un obispo mandó destruir en el siglo XVII por considerarla pagana. Parece ser que los romanos encontraron aquí el Ara Solis, un altar para celebrar ritos solares, y de los escritos de la época puede citarse un párrafo de Lucio Anneo Floro, de finales del siglo I, en el que afirma que Décimo Junio Bruto, vencedor en toda la costa, no regresó hasta contemplar con cierto miedo cómo el sol se hundía en el mar, del que parecía salir una llamarada. Los geógrafos Plinio y Estrabón situaron aquí el llamado Portus Artabrorum.

Según Émile Cioran lo que conocemos como “Cabo Finisterre era para los celtas «un lugar de peregrinaje y lo siguió siendo durante períodos de influencia fenicia, griega, cartaginesa y romana… donde se encontraba un adoratorio «pagano» de una divinidad anterior y un templo mistérico que eran visitados por «peregrinos» llegados de muy lejos». Los fieles iban con la esperanza de que, tras entrar en el Santuario Divino, encontrarían la salvación y la inmortalidad para la vida futura.

Los antiguos realizaban varios ritos de purificación (bañarse en la playa de Langosteira), muerte y resurrección (ver la puesta de sol). Los peregrinos lo siguieron haciendo y, según la tradición, antes de regresar, se quemaban las ropas en la orilla del mar. El Camino de Santiago, guiado por las luces de la Vía Láctea, termina aquí. Como finalización se construyó, a finales del siglo XII, la iglesia de Santa María de las Arenas, donde está el Santo Cristo de Finisterre (talla gótica, s. XIV). 

La concha de peregrino, el símbolo universal del Camino de Santiago junto con el bordón y la calabaza. Distinguía a los que habían concluido su peregrinación. A los peregrinos, en Santiago, según el Codex Calixtinus, se les entregaba un documento acreditativo y una concha de vieira. Llevarla en el sombrero o en la capa era un tributo al Apóstol. El origen es utilitarista (vaso, cuchara, recuerdo, acreditación) o puede provenir del culto pagano a la diosa Afrodita, puesto que vieira procede del latín veneriae, “cuna de Venus”. Para los renacentistas (El nacimiento de Venus, Botticelli) era una alegoría del renacimiento personal y de la vida que vuelve a empezar en sentido positivo, símbolo de fecundidad. Una interpretación pagana es la pata de la oca (símbolo de rituales iniciáticos). Ha quedado como señal de las rutas del Camino de Santiago, utilizada en los mojones.

 

Hay teorías sobre el origen de la concha como símbolo, basadas en leyendas como la del novio que se precipitó al mar con su caballo. Los caballeros debían coger en el aire, antes de que tocara el suelo, una especie de lanza. El novio persiguió la lanza cayendo al mar con su caballo. Ambos salieron sanos y salvos junto a una barca de peregrinos (la barca de piedra en la que Atanasio y Teodoro llevaron los restos de Santiago de Palestina a Galicia). El joven se dio cuenta de que su cuerpo estaba cubierto de conchas de vieira. Se entendió como un milagro de Santiago y todos se convirtieron al cristianismo. Otro milagro sucedió en el siglo XII en Apulia, cuando un caballero sanó al ser tocada su garganta enferma con la concha de un vecino que había peregrinado a Compostela.

Es lo que Mircea Eliade (1907-1986) llamó el mito del tiempo sagrado. Las tradiciones legendarias sacian la necesidad de las sociedades de creer en un tiempo iniciático, primigenio y creador. En el caso de Santiago, un tiempo que une el nacimiento de la era cristiana con la península ibérica. Miguel de Unamuno  lo dejó entrever en uno de sus versos: “Santiago peregrino, penate de esta tierra, con sus conchas marinas revestido, sonriendo contempla ese abrazo de amor que nunca acaba, mientras en él se mezclan de la madre de Cristo, su madre, a los recuerdos, los de la madre Venus”.

Gallaecia Ptolemaei según Enrique Flórez, 1787. En la ampliación destacan las islas Casitérides -Oestrímnicas- Hespérides productoras de estaño enfrente del Promontorio Nerio y Ara Solis. 

La leyenda de la Costa da Morte cuenta que, en las noches de temporal, cuando la visión era escasa debido a las fuertes lluvias o las brumas, los lugareños acudían a los límites de los cabos con sus bueyes, que portaban unos faroles encendidos en sus cuernos. El paso cansado de los animales simulaba el balanceo de una embarcación, y los barcos se acercaban para encontrar resguardo, estrellándose contra los escollos. Los lugareños saqueaban los barcos y asesinaban a los náufragos.

Esta Costa de la Muerte ha sido escenario de muchas batallas y naufragios. En 1509, la flota portuguesa de Duarte Pacheco Pereira hundió y apresó los barcos del corsario francés Pierre de Mondragón, que resultó muerto. En 1747 hubo dos victorias británicas, por los almirantes George Anson y Edward Hawke. Durante las guerras napoleónicas hubo otra batalla entre la flota británica del vicealmirante Robert Calder y la hispanofrancesa dirigida por Pierre Charles Silvestre de Villeneuve. En 1596, ocho años después del desastre de la Armada Invencible, Felipe II envió otra flota de más de cien barcos al mando de Martín Padilla para acabar con los saqueos británicos, pero un fuerte temporal hundió 25 barcos y acabó con 1.706 tripulantes. Naufragios importantes fueron la Nao Aragonés en 1345, la urca alemana de Tideman Sticker en 1378 y el barco irlandés del rey Moylurg en 1455. En 1870 hubo un gran naufragio, el del Capitán Monitor de la Royal Navy, con 482 personas, y en 1890 el Serpent, buque escuela de la Marina inglesa (cementerio de los ingleses). En 1927 naufragó el mercante Nil.

 

Detalle de la península Ibérica de la llamada Carta Pisana de 1275 que referencia “Sta. María de Finibusterra”.

Detalle de la costa noroeste de Galicia del Atlas Catalán de Abraham Cresques de 1375 donde referencia el Cap de “Finistera”.

 


Ningún lugar tiene mayor simbolismo para los peregrinos que el temible cabo Fisterra. El final de la ruta sigue envuelto en la niebla de la leyenda. Parece el fin del mundo, el último bastión que se alza al filo de un profundo abismo, el enclave en el que el continente se sumerge en el Atlántico.

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