domingo, 9 de febrero de 2025

 Gabriele Münter (I/II) 

María Martínez Collado ha comentado en unos artículos cómo las mujeres artistas habían sido silenciadas por la estructura patriarcal dominante y sus cuerpos representados únicamente desde la mirada masculina, desde la generación de placer visual o deseo sexual. Ya en 1914 la sufragista Mary Richardson acuchilló la Venus del espejo de Velázquez, como forma de desafiar los estereotipos estéticos vigentes. En los años 70 las feministas dieron la batalla preguntándose la causa de que no haya habido grandes mujeres artistas frente a genios como Miguel Ángel o Delacroix, atacando la idea de asociar la genialidad a lo masculino y la infravaloración de otras actividades como el textil, la cerámica, etc., consideradas “artes menores” al estar trabajadas por mujeres. 

Como consecuencia de esta desvalorización las mujeres no entraron como artistas en los museos hasta prácticamente el siglo XX, a pesar de haber sido protagonistas de las obras de arte. En el Museo del Prado estuvo guardado en los depósitos durante más de cien años el cuadro El Cid (1879), de Rosa Bonheur, una de las pintoras más importantes del siglo XIX. En 1985 el grupo Guerrilla Girls denunció el pequeño número de mujeres artistas participantes en una muestra en el MOMA de Nueva York. Esta escasez de mujeres artistas en los museos sigue teniendo lugar: en el Prado apenas llega al 0,6%, el 1% en el Louvre, el 14% en el Reina Sofía y el 21% en el Guggenheim de Bilbao. Lo mismo ocurre en puestos directivos o en las nominaciones a los grandes premios. Sin embargo, el 70% de las matrículas en las licenciaturas vinculadas a las Bellas Artes están ocupadas por mujeres. El lento cambio trata de superar la concepción de lo masculino como universal mientras lo femenino es un apartado restringido, tratando de hacer propuestas de desafío y al mismo tiempo de superación. 




El reconocimiento de las mujeres en el ámbito artístico era limitado mientras que artistas como Man Ray o Salvador Dalí gozaban de plena libertad para plasmar su visión de la feminidad. Ray, en su obra El violín de Ingres (1924), transformó la espalda desnuda de una mujer en un instrumento musical y Dalí utilizó el rostro y los labios-sillón de la actriz Mae West. Las mujeres surrealistas permanecían en la sombra a pesar de su talento y sus valiosas aportaciones, luchando por obtener el reconocimiento en un campo dominado por hombres. 




Los pintores surrealistas veían a las mujeres como musas y objetos, situándolas próximas al mal, a lo irracional, como objetos sexuales, vendiendo la idea de que la mujer ideal era la mujer pasiva, pero no considerándolas como sujetos con capacidad de crear. Muchas fueron eclipsadas por sus parejas. Los artistas surrealistas utilizaban estrategias violentas para representar los estereotipos femeninos, como la fragmentación de cuerpos sin identidad o el uso de maniquíes, creando imágenes marcadamente fetichistas, lo que las llevó a rechazar su afiliación al grupo surrealista. Dalí, Magritte o Cartier-Bresson (fotografías a Leonor Fini) utilizaron la fragmentación de los cuerpos, mostrándolos por partes, mutilados. 



                                                            Dalí, Galatea de las esferas

                                                        Dalí, Painting de burning giraffe

                                                               Magritte, Shéhérazade


Cartier-Bresson, Leonor Fini

En respuesta a esa imagen distorsionada, las pintoras del movimiento comenzaron a retratar a las mujeres como sujetos y protagonistas activas de sus obras, narrando sus experiencias personales y tratando temas como la familia, la sexualidad, el dolor, el abandono, etc. Muchas de las obras de las artistas surrealistas estaban llenas de figuras femeninas y casi sin presencia de personajes masculinos, como forma de rechazar su autoridad y como deseo de emancipación, aunque Dora Maar hizo historia al cuestionar la representación no solo del cuerpo femenino, sino también del masculino, explorando las dos perspectivas. 




Las artistas transformaron el espacio doméstico en ámbitos de conocimiento y dominio femenino. Las tareas domésticas, tradicionalmente asociadas a las mujeres y profundamente desvalorizadas adquirieron un carácter mágico, convirtiendo a las mujeres en seres independientes y autosuficientes, como en la obra Papilla estelar de Remedios Varo. El surrealismo surgió en época difícil por la guerra y los fascismos, pero perduró y se entrelazó con el auge del feminismo, contando con artistas que respaldaron este movimiento como Leonora Carrington, que llegó a diseñar un cartel en 1972 para el Movimiento de Liberación de las Mujeres en México. 





Papilla Estelar, Remedios Varo

Las mujeres fueron mucho más que musas de los hombres. La fotógrafa estadounidense Lee Miller se considera la musa de Man Ray, pero desempeñó un papel destacado como fotógrafa documental y experimental y colaboró en el descubrimiento de la técnica de la solarización, que se atribuye únicamente a él. También Picasso eclipsó a algunas artistas, a las que incluso hizo sufrir, como Jacqueline Roque, su segunda esposa, gracias a la que el Guernica está expuesto en España. 



Otra gran artista eclipsada por el que fuera su amante, Vasili Kandinwsky, fue Gabriele Münter, a la que el Museo Thyssen dedica una exposición. En el cuadro "Autorretrato" c. 1909-1910, la artista, se representa mediante líneas vibrantes y gruesos trazos de color que transmiten una gran energía a la composición. Define los contornos con trazos negros de considerable grosor que, posteriormente, cubre con color.

La pintura aplicada de forma irregular deja entrever, en numerosas zonas, el tono del cartón que se convierte en un recurso esencial utilizado para intensificar la luminosidad de los colores, generando un efecto visual que resalta la fuerza de las pinceladas y la emoción que busca transmitir. Al abordar los planos de la pintura emplea una pincelada suelta y expresiva que aporta movimiento y profundidad. 




En el reverso de la obra se puede observar un dibujo esbozado en negro, que representa un rostro con los ojos, la línea de la nariz y el contorno del lado derecho marcados. Este es el diseño que repite en el anverso de la pintura. Utiliza el mismo tipo de trazo en ambos lados, replicando las formas y proporciones de las líneas, creando así un esquema idéntico en ambas caras de la obra que coinciden de manera exacta.




La pintura está ejecutada con óleo sobre un soporte de cartón previamente tratado con cola como capa de imprimación para sellar ambas caras, práctica común para evitar posibles deformaciones del soporte.


Gabriele Münter aborda la creación de sus obras con una notable rapidez y precisión. Con su pincel, traza líneas decididas que delinean tanto el rostro como la figura.  Para visualizar dibujos preparatorios o subyacentes bajo las capas de pintura, se utiliza la técnica de la reflectografía infrarroja (IR) con la que se obtienen imágenes de los trazos que delimitan partes del retrato, cubiertos después con nuevas capas de color. Münter construye su retrato mediante múltiples  pinceladas superpuestas, aplicando sucesivas capas de colores que definen de manera meticulosa los planos de sombra y luz, lo que aporta profundidad y volumen a la composición.


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