lunes, 30 de junio de 2025

Museo de Oficios y Artes Tradicionales de Aínsa

Situado en el casco antiguo de Aínsa (Huesca), en la espectacular Casa Latorre, contiene una interesante colección etnográfica del Pirineo, zona de aislamiento tradicional de la montaña, lo que permitió que algunos artesanos trabajaran hasta hace no muchos años, por lo que se conservan buena parte de las herramientas, así como los objetos producidos.

La casa es un edificio del siglo XVI y, en sus cuatro plantas, podemos ver el taller del herrero, el ciclo de la madera, un magnífico telar y los productos textiles elaborados, alfarería, hojalatería y cestería.

De las minas de Bielsa, que abrían sus bocas en las laderas inhóspitas de montes muy altos, extraían un mineral de excelente calidad. Lo bajaban a la villa, a Javierre o a Salinas y allí, en las antiguas fargas que se alzaban junto al río, producían un hierro muy apreciado. El hierro de Bielsa surtió durante siglos todas las fraguas del Alto Aragón.

En cada pueblo, en cada aldea, en cada casa aislada, había una herrería. Era un local oscuro, poblado de luces y de ruidos misteriosos: el aliente jadeante y acompasado del gigantesco fuelle o manchón, los golpes enérgicos que soportaba el sufrido yunque, el siseo cortante del hierro caliente cuando penetraba en el agua, la llama manuda e hiriente del carbón encendido… En el misterioso local ahumado reinaba el herrero.




Había muchos herreros en el Alto Aragón: luciaban azadas y rejas de arados; fabricaban hachas, cuchillos, bisagras, cerrojos y clavos; herraban los animales de labor… Su trabajo los hacía imprescindibles en cada comunidad.

Algunos eran muy creativos: plasmaron su afán artístico en la decoración de fallebas, de cerrojos y –sobre todo- de aldabas o llamadores magníficos para embellecer las recias puertas de las casas montañesas.




A principios del s XX la aparición de la hojalata vino a simplificar procesos de trabajo muy especializados y costosos: si el cobre por ejemplo requería de los caldereros un arduo martillado, el hojalatero cortaba sus planchas, daba forma a la pieza y después soldaba.

La hojalata se impuso en muchos objetos de uso cotidiano. Las piezas más sencillas –embudos, pozales, aceiteras- eran realizadas por artesanos ambulantes que iban vendiéndolas de pueblo en pueblo. Un caso especial fueron los recipientes para medir líquidos –vinagre, aceite, vino- que, al requerir mayor precisión, eran construidos en talleres especializados, como los que hubo en Barbastro; destacando entre ellos el de  Guatas en la calle Mayor o el de Pardina en la plaza del mercado.

En los años cincuenta comenzó a imponerse un nuevo material, el plástico. La importancia masiva de piezas industriales relegó desde entonces al olvido la profesión de hojalatero.

 

Algunos alimentos se guardaban en panzudas ollas de cerámica vidriada. En la oscuridad de sus vientres dormían, envueltos en grasa, las apetitosas conservas de la matacía: las lonchas de lomo, la longaniza, las sabrosas costillas.

El agua de la fuente o del río, que llegaba a las casas en grandes cántaros de dos asas que las mujeres llevaban apoyados en el costado o erguidos, en un equilibrio que requería oficio, sobre la cabeza. Cerca del fuego del hogar estaban las cazuelas de barro donde se cocían, lentamente los alimentos.

Había un tipo de recipiente para cada necesidad. En el Alto Aragón los cántaros se fabricaban en Tamarite, en Albelda, en Fraga y en Huesca. Antes los hicieron también en Barbastro y en otros lugares. Las grandes tinajas para almacenar el agua se producían en Abiego: los de este pueblo habían aprendido el oficio de los alfareros en Calanda en el siglo XVIII.

La cerámica vidriada se hacía en Naval. Los artesanos de esta villa surtían a todos los pueblos del Alto Aragón de ollas para guardar.

La tierra se extiende sobre el suelo al aire libre, triturándose los terrones mediante rodillos y pasando después a través de un cedazo el polvo obtenido.

La tierra se coloca en una pila grande con agua. Allí se ablanda el barro con manos y pies. Una vez líquido, se le hace pasar a otra balsa, donde pierde el agua por evaporación.

Tras extraer el barro se deja secar durante algún tiempo. Cuando se va a usar, antes de amasarlo, se divide en pedazos manejables.

Para extraer el aire del interior del barro, se amasa con las manos y los pies, moldeando así las pellas que pasaran al torno inmediatamente

Después de orearse en un lugar cerrado, el alfarero añade a las piezas diversos apéndices: por ejemplo, las asas, moldeadas a mano previamente con un barro más tierno.

Elaborados por separado en el torno, los pitorros de los botijos también son añadidos a la pieza ya hecha, horadando su cuerpo con un palo.

Según sus características, la decoración se llevaba a cabo en distintos momentos del proceso. Se hacían las incisiones mientras la pieza fresca aún giraba en el torno. Los sencillos dibujos de la cerámica pintada se realizan con óxido antes de la cocción.

Posteriormente, las piezas pasan a secarse al sol, en caso de la alfarería común, o a la sombra, si es cerámica fina. Después se almacenan para su cocción.

La carga de las piezas es una tarea delicada y lenta.

Se apilan en el horno de forma vertical, generalmente boca contra boca, o bien separadas por soportes de tres trazos hechos de barro cocido (trébedes).

Los hornos constaban de dos cámaras: una inferior para el combustible y la superior para las piezas.

La cochura de las piezas dura aproximadamente un día. El combustible se carga de manera continua y regular. Primero hay una fase de fuego moderado, en la que las piezas pierden humedad, para alcanzar después temperaturas de unos 800 o 900 grados.

Terminada la cocción, el horno se enfría entre 24 y 48 horas, tras lo cual se descarga de arriba abajo.

Las piezas se almacenan en espera de su venta, bien por parte del propio alfarero, bien a través de arrieros o de establecimientos comerciales.

 

Pocos, austeros, escasamente especializados y, casi siempre, muy rústicos: así han sido los muebles tradicionales en el Alto Aragón.

Abundaban las arcas. Cada mujer, al casarse, aportaba una con su ajuar. Solían ser cajas simples y robustas, construidas con madera de pino. Pero en ocasiones la novia llevaba un arca más rica: las hay con primorosas tallas de geometría incisa, otras con vistosas pinturas y algunas con hermosos herrajes.

En los armarios donde se guardaba la ropa –las alacenas- también se esmeró a veces la mano del artesano: se conservan algunos de nogal con buenos paneles decorados con relieves.

Pero el mobiliario del alma tradicional altoaragonés no ha de buscarse en las tallas primorosas, en los colores o en los decorados: está en los objetos prácticos, simples, elementales, realizados con herramientas muy sencillas y labrados con las maderas que brinda el entorno. Se encuentra en los robustos escaños o cadieras que rodeaban el hogar, en las cantareras donde acomodaban sus panzas frescas los cántaros, en los taburetes de tres patas, en los bancos pulidos y desgastados por el uso, en las mesas abatibles de madera blanqueada por la lejía, en los plateros del mismo tono …

El fustero hacía mesas, alacenas y ventanas. Tenía un taller, pero también iba de pueblo en pueblo, de casa en casa, con sus herramientas. Empleaba pocas: la sierra, la zuela, la garlopa, el formón y casi nada más.

Pero para que la madera llegara a manos del carpintero habían sido necesarios muchos trabajos desde que el árbol crecía en el bosque: lo cortaron los picadores en invierno, para sacarlo del bosque y conducirlo hasta un río; allí, los navateros ataron los troncos formando almadías o navatas que, flotando, descendieron río abajo. Cuando alcanzaron su destino, los cortadores, con grandes sierras que manejaban entre dos hombres, convertían los troncos en tablas.

En el Alto Aragón se usó –sobre todo- la madera del pino albar para la construcción de casas –tanto en forjados como en puertas y ventanas-, así como para cualquier tipo de obra práctica, rústica o poco costosa. El nogal se reservó para los muebles más elegantes o delicados. El roble se empleó en las tallas más lujosas y también en los forjados y en los marcos de los vanos.

Otros árboles tenían usos muy especializados: el enebro para resistir a la intemperie, al igual que el tejo; el boj para los trabajos finos y menudos como las cucharas; el mostajo para los mangos de las herramientas … Había una madera para cada necesidad.

 



En las noches de invierno, que llegan tan temprano, las  mujeres hilaban cerca del fuego. Era un trabajo lento. “Poco se gana hilando”, decían, “pero menos mirando”. Hablaban y miraban el fuego mientras hacían girar el huso. El ovillo iba creciendo en torno al eje pulido, que daba vueltas y más vueltas. Un ovillo, y otro, y otro, y otro más: hacían falta muchos para una manta, para una sábana, para una camisa.



Hilaban cáñamo y lana. Aquellas fibras sueltas, cuando llegaban a la rueca para comenzar a trenzarse bajo las órdenes de las vueltas del uso, habían dado ya mucho trabajo. Desde que se esquiló la oveja o se sembró el cáñamo en el huerto, se habían sucedido las tareas: en las balsas o en el río, con las cardas, con la gramadera…





Los ovillos –blanqueados y clasificados según el grosor del hilo- se llevaban al tejedor. Los tejedores abundaron en el Alto Aragón. Trabajaban en los viejos telares instalados en sus viviendas.  Los últimos tejedores tradicionales de la región estuvieron en activo en la comarca de Sobrarbe hasta hace algún tiempo: los afamados tejedores de Javierre de Ara produjeron mantas y colchas muy vistosas hasta los años sesenta; el tejedor de Guaso mantuvo su oficio hasta comienzos de la última década del siglo XX.



 

Cestas para todo: para transportar verduras y para la paja, para las patatas, para la hierba, para la fruta, para las uvas. Cestos pequeños y grandes, delicados, bastos… Canasticos, blancos y finos para la ropa suave y para la costura, grandes canastones, de mimbres gruesos y poderosas asas, donde se transportaba el pasto del ganado; argaderas de panzas múltiples en las que viajaban los cántaros sobre el lomo del asno; canastas siempre limpias para la colada; cestas de caña y de mimbre, recubiertas de estiércol, que forman el hogar confortable y tibio de las abejas; cuévanos, esportones…


El mundo de la cestería es humilde, resistente y frágil a la vez, versátil y variado. Hay una cesta para cada necesidad.Las técnicas de la cestería han acompañado a la humanidad desde la prehistoria más remota. El hombre fabricó cestas antes que vasijas.




En el Alto Aragón los cesteros han usado mimbres, sargas y cañas para producir una variedad enorme de cestos. Los siguen fabricando en nuestros días con los mismos materiales. Pero hay otros que ya no se emplean: la paja del centeno y la zarza con la que se hicieron las magníficas palluzas que se han empleado para guardar la sal son materiales olvidados.



La cocina.

 




Instrumentos fundamentales en la historia de la música popular en Aragón: la gaita de boto, que dejó de tocarse desde los años 60 del siglo XX. Perteneció al último gaitero de Sobrarbe y uno de los últimos de Aragón, Juan Cazcarra, de Bestué (municipio de Puértolas), que falleció en 1963. Fue adquirida por Anchel Conte, director del Instituto y concejal del Ayuntamiento de Aínsa, y por Ignacio Pardinilla, secretario del mismo Ayuntamiento.

La gaita pasó por Robres, San Sebastián, Francia, antes de volver a Aínsa.

Conserva sus clarines afinados en escalas arcaicas no temperadas (tonalidad próxima a DO), lo que hace que no pueda ser tocada con otros instrumentos que sí usan ese sistema de afinado.

Forrado con piel de serpiente, sólo en las gaitas aragonesas.

Es propiedad del Ayuntamiento de Aínsa-Sobrarbe



jueves, 26 de junio de 2025

Paolo Veronese (1528-1588)

El Museo Nacional del Prado y la Fundación AXA presentan la primera gran exposición monográfica dedicada en España a Paolo Veronese, uno de los maestros más brillantes y admirados del Renacimiento veneciano.

Comisariada por Miguel Falomir, director del Museo del Prado, y Enrico Maria dal Pozzolo, profesor de la Università degli Studi di Verona, la exposición pone de manifiesto la inteligencia pictórica de un artista con una idea totalizadora del arte que abarcaba innumerables referencias estéticas y culturales que supo plasmar con gran libertad. Lo hizo en un momento crítico para Venecia, cuando afloraban las tensiones religiosas (compareció ante el Santo Oficio en 1573) y se evidenciaban los primeros síntomas de una decadencia económica y política que sus pinceles camuflaron con maestría, contribuyendo decisivamente a plasmar en imágenes el “mito de Venecia”. Y como todos los grandes artistas, Veronese trascendió su tiempo. La belleza y elegancia de sus composiciones sedujo durante siglos a coleccionistas y artistas, de Felipe IV y Luis XIV a Rubens, Velázquez, Delacroix o Cézanne.

La exposición alterna seis secciones cronológicas y temáticas. La primera: De Verona a Venecia, atiende a la formación en su Verona natal, ciudad de rico pasado romano donde la tradición local convivía con aportes venecianos (sobre todo Tiziano) y de artistas centro-italianos como Rafael y Parmigianino. La segunda sección: «Maestoso teatro». Arquitectura y escenografía, aborda su modo de entender el espacio y narrar historias, aunando la tradición veneciana y las nociones teatrales y arquitectónicas de Palladio y Daniele Barbaro, y lo confronta con la visión alternativa encarnada por Tintoretto. Se presta particular atención a las célebres Cenas. La tercera: Proceso creativo. Invención y repetición, ahonda en la inteligencia pictórica de Veronese y el modo como dirigió uno de los obradores más fecundos y de mayor calidad de la época. Ello fue posible gracias a un férreo control del proceso creativo y a una sabia distribución de funciones dentro del taller en la que el dibujo resultó fundamental. La cuarta sección: Alegoría y mitología, muestra su excelencia en dos terrenos particularmente queridos por las élites: la alegoría y la fábula mitológica, donde se reveló como el único artista capaz de competir con Tiziano. La quinta sección: El último Veronese, aborda su década final, cuando asistimos a un cambio notable en su pintura, con composiciones inestables de colorido más sombrío y un uso dirigido y a menudo simbólico de la luz, en las que el paisaje cobra nuevo protagonismo. Esta mutación, que anuncia las grandes conquistas pictóricas del Barroco, responde a factores diversos, estéticos y “ambientales”. La exposición concluye con una sección dedicada a su legado: «Haeredes Pauli» y los admiradores de Veronese. La exposición se centra en los inmediatamente posteriores: El Greco, los Carracci y Pedro Pablo Rubens, pero también incluye a artistas tan dispares como Velázquez, Tiépolo, Delacroix o Cezanne.

 

La exposición

La disputa con los doctores en el Templo,Paolo Veronese. Hacia 1560. Óleo sobre lienzo. 434,5 x 223 cm., Madrid, Museo Nacional del Prado

Paolo Veronese triunfó en vida, y tras su muerte gozó del favor ininterrumpido de príncipes, coleccionistas y colegas. Solo en el siglo XX su fama palideció ligeramente al asimilarse su pintura con el lujo y la ampulosidad. Esta exposición se suma al esfuerzo actual por desterrar estas ideas y mostrar la realidad de un pintor que, más que cualquier otro del Renacimiento italiano, supo concretar una idea orgánica y totalizadora del arte. De Veronese se pondera su «inteligencia pictórica» y, ciertamente, tras el oropel anida una calidad superlativa. Gestos, indumentarias, colores y personajes exóticos, espacios ilusorios e imponentes arquitecturas… todo contribuye a que el espectador se imagine dentro de sus composiciones.

De Verona a Venecia

La unción de David, Paolo Veronese, Óleo sobre lienzo, 174 × 365 cm, h. 1550. Viena, Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie

 Paolo Veronese se formó en una Verona inmersa en una profunda renovación religiosa y edilicia impulsada, respectivamente, por el obispo Gian Matteo Giberti y el arquitecto Michele Sanmicheli. Más que el aprendizaje con sus maestros, en su formación fue decisivo su trabajo como fresquista a las órdenes de Sanmicheli y el conocimiento tanto de la pintura veneciana, principalmente de Tiziano, como de Rafael y Parmigianino. Esta variedad de estímulos explica aspectos de su pintura que lo alejan de los venecianos, como un colorido cangiante (iridiscente) o el énfasis en el dibujo. A todo ello añadió un carácter sociable que le procuraron el favor de las familias patricias de Verona y Vicenza, así como el acceso a ambientes con inquietudes anticuarias. Es muy plausible que, estimulado por este entorno, visitara entonces Roma. Con este bagaje irrumpió en Venecia en 1551, con la Pala Giustiniani para San Francesco della Vigna, con la que demostró tanta personalidad como inteligencia al reelaborar modelos de Tiziano, figura dominante en la escena pictórica de la ciudad.  

«Maestoso teatro». Arquitectura y escenografía

Magdalena penitente, Paolo Veronese, Óleo sobre lienzo, 115,4 × 91,5 cm, 1583. Madrid, Museo Nacional del Prado

La pintura narrativa consta de dos elementos: unos personajes que representan una historia y el espacio donde esta acontece, y el modo en el que ambos se relacionan condiciona el diseño de la composición y su recepción. En Venecia convivieron dos aproximaciones encarnadas por dos binomios arquitecto-pintor: Serlio-Tintoretto y Palladio-Veronese. Tintoretto siguió a Sebastiano Serlio (¿1475?-ant. 1557), quien visualizó la escena vitruviana como un espacio en profundidad, con un punto de fuga elevado flanqueado por edificaciones. Andrea Palladio (1508-1580) redujo la escena mediante la disposición transversal de una arquitectura clásica. Veronese incorporó esta solución, situando a sus personajes ante un telón arquitectónico y adoptando un punto de vista bajo que reduce el espacio y aproxima la escena al espectador. El contraste entre arquitectura y personajes se acentúa a través del color. Frente a la unidad atmosférica de Tintoretto, los colores de Veronese y las brillantes indumentarias contrastan con el tono neutro de la arquitectura. Estas dos concepciones espaciales condicionaban el tono de la narración. La serliana daba lugar a composiciones dinámicas de agitados escorzos, mientras la palladiana propiciaba una ordenación del espacio y una gestualidad más serenas, más «majestuosas».

Proceso creativo. Invención y repetición

La cena en casa de Simón, Paolo Veronese, Óleo sobre lienzo, 315 × 451 cm, h. 1556-60m Turín, Musei Reali di Torino, Galleria Sabauda

En el Renacimiento la invención se concebía como el hallazgo de una solución original –formal y técnica– a un problema de representación. En la práctica, consistía en saber relacionar elementos tomados de diferentes fuentes y combinarlos con expresiones personales para crear escenas inéditas, en emplear materiales nuevos o en usar de manera innovadora los tradicionales. No obstante, era frecuente que un cliente pidiera que un trabajo emulara otro anterior o que el artista repitiera sus ideas. Veronese se inspiró tanto en la Antigüedad clásica como en artistas anteriores y contemporáneos y reutilizó constantemente sus propias invenciones, interpretando iconografías poco difundidas en la pintura véneta del siglo XVI. Sus prototipos, incluso cuando se inspiraban en obras de otros artistas, resultaron novedosos por el modo de presentar el discurso narrativo y por el formato, pincelada, color y textura. 

Alegoría y mitología

Marte y Venus con Cupido, Paolo Veronese, Óleo sobre lienzo, 48 × 39,5 cm. h. 1565-70, Turín, Musei Reali di Torino, Galleria Sabauda, inv. 461

Veronese abordó desde sus inicios asuntos mitológicos y alegorías profanas. Su labor en ese campo fue particularmente fecunda en tres áreas: la decoración al fresco de residencias particulares en ámbitos urbanos y rurales; como artista áulico al servicio de Venecia, y en obras de caballete para coleccionistas. Frecuentó a humanistas que idearon las complejas iconografías que trasladó a imágenes, mostrando habilidad para aprehender y hacer suyas fuentes diversas y ajustando cada composición a su función y lugar, ya sea un ámbito público o privado. Veronese fue decisivo para fijar en imágenes el mito de la prosperidad de Venecia cuando afloraban los síntomas de decadencia. Lo hizo en el Palacio Ducal con un lenguaje imaginativo y solemne, atento a los modelos clásicos, pero sin rigideces anticuarias. Y como pintor mitológico, la sensualidad de sus formas y colores le hicieron el heredero de Tiziano.

El último Veronese

El milagro de san Pantaleón, Paolo Veronese, Óleo sobre lienzo, 277 × 160 cm. 1588, Venecia, iglesia de San Pantalon

El año de la muerte de Tiziano, 1576, marca simbólicamente el inicio de la última etapa de Paolo. A sus 48 años era uno de los artistas más célebres de Venecia. Frente a la relativa homogeneidad de los años anteriores, su pintura evoluciona hacia composiciones más dramáticas e inestables, de formas más diluidas y colorido sombrío, con un uso dirigido de la luz, a menudo con connotaciones simbólicas, que anticipa soluciones del siglo XVII. Destaca igualmente el protagonismo creciente del paisaje, que adquiere una nueva función narrativa y expresiva. Estos cambios responden tanto a estímulos artísticos (la obra de Tintoretto) como a circunstancias históricas (la terrible peste de 1576; el clima espiritual postridentino). Esta fase tardía se caracteriza por participación cada vez mayor del taller.


«Haeredes Pauli» y los admiradores de Veronese

La Virgen y el Niño con santa Lucía y un santo mártir, Benedetto Veronese. Óleo sobre lienzo, 98 × 137 cm, ant. 1596, Madrid, Museo Nacional del Prado

Con Veronese, como sucede con otros grandes maestros, conviene distinguir entre los herederos legales, y los herederos artísticos, que asimilaron su legado, aunque no le conocieron. A la muerte de Paolo, su hermano Benedetto (1538-1598) y sus hijos Gabriele (1568-1630) y Carletto (1570-1596) mantuvieron el taller con el sello «Haeredes Pauli», en el que produjeron obras reiterativas de discreta calidad. El único que mostró cierta personalidad fue Carletto. Los verdaderos herederos deben buscarse lejos de la familia, en pintores como Guido Reni, Velázquez, Delacroix o Paul Cézanne. Aquí nos centramos en la generación posterior a su muerte: el Greco, coda sobre su extraordinaria recepción en las cortes europeas del Barroco.

Gian Matteo Giberti. Segunda mitad del siglo XVI. Óleo sobre tabla, 21 x 14 cm. Atribución a Bernardino India, mediados siglo XVI
Sagrada Familia, llamada la Perla, Rafael. Hacia 1518. Óleo sobre tabla, 147,4 x 116 cm

Camilla Gonzaga, condesa de San Segundo, y sus hijos. Parmigianino. Girolamo Francesco Maria Mazzola y taller, 1535 - 1537. Óleo sobre tabla, 128 x 97 cm

San Lucas evangelista sentado en un paisaje y otros estudios, Paolo Veronese, 1580 - 1581. Aguada, Albayalde, Pluma, Preparado a lápiz, Tinta parda, Toques de lápiz sobre papel agarbanzado, 310 x 217 mm

Martirio de San Mena, Paolo Veronese. Hacia 1580. Óleo sobre lienzo, 248 x 182 cm

Susana y los viejos, Paolo Veronese. Hacia 1580. Óleo sobre lienzo, 151 x 177 cm

Sacrificio de Isaac, Paolo Veronese. 1585 - 1588. Óleo sobre lienzo, 129 x 95 cm

La familia de Caín errante, Paolo Veronese. Hacia 1585. Óleo sobre lienzo, 105 x 153 cm
Jesús y el centurión, Paolo Veronese. Hacia 1571. Óleo sobre lienzo, 192 x 297 cm

El lavatorio, Tintoretto, Jacopo Robusti. 1548 - 1549. Óleo sobre lienzo, 210 x 533 cm

Daniele Barbaro, patriarca de Aquileya, Tiziano, Vecellio di Gregorio. Hacia 1545. Óleo sobre lienzo, 81 x 69 cm

Venus y Adonis, Paolo Veronese. Hacia 1580. Óleo sobre lienzo, 162 x 191 cm

Un joven de la familia Sanuto elige la Virtud frente al Vicio, Paolo Veronese. Hacia 1560. Óleo sobre lienzo, 102 x 153 cm

Moisés salvado de las aguas, Paolo Veronese. Hacia 1580. Óleo sobre lienzo, 57 x 43 cm

La Asunción de la Virgen, Carracci, Annibale. 1588 - 1590. Óleo sobre lienzo, 130 x 97 cm

La Anunciación, El Greco. 1570 - 1572. Óleo sobre tabla, 26,7 x 20 cm

Cristo muerto sostenido por un ángel, Alonso Cano. 1646 - 1652. Óleo sobre lienzo, 178,3 x 119,8 cm

Las bodas de Caná, Paolo Veronese. Hacia 1562. Óleo sobre lienzo, 128,5 x 211 cm

Alegoría del nacimiento del infante don Fernando, Parrasio, Michele. Hacia 1575. Óleo sobre lienzo, 182 x 223 cm

Santa Águeda, Carletto Veronese. 1590 - 1593. Óleo sobre lienzo, 115 x 86 cm

El archiduque Leopoldo Guillermo  en su galería de pinturas en Bruselas, Teniers, David, 1647 - 1651. Óleo sobre lámina de cobre, 104,8 x 130,4 cm