Escultura barroca
La exposición “Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro”, que puede verse en el Museo del Prado, reflexiona sobre el éxito de la escultura policromada barroca y su complementariedad con la pintura por medio de casi un centenar de esculturas de grandes maestros como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Damián Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo, Juan Martínez Montañés o Luisa Roldán. También pueden verse pinturas y grabados que las reproducen y piezas clásicas que dan testimonio de la importancia del color en la escultura desde la Antigüedad.Cristo del Perdón, Luis Salvador Carmona, Madera policromada y postizos, 1756. Nava del Rey (Valladolid), Clarisas Capuchinas
La síntesis de volumen y color, que entroncaba con una tradición ininterrumpida desde la Antigüedad clásica, triunfó de manera especial en el mundo hispánico del Siglo de Oro. La escultura devocional, en la que lo divino cobraba una forma tangible y corpórea, aumentaba su eficacia comunicativa cuando se fusionaba con el color, que le daba una apariencia más cercana y verosímil. Escultores y pintores trabajaron al unísono superando la rivalidad entre estas artes hermanas. Al mismo tiempo, la escultura pintada se convirtió en un arma doctrinal cuya intensidad se incrementaba al sacar todo el partido a sus valores escénicos, un apoyo fundamental en la transmisión del mensaje sagrado.
Sección I. Dioses y hombres de bulto y de colores.
Venus tipo Lovatelli con idolillo. Taller pompeyano, Siglo I d. C. Mármol de Paros y restos de policromía. Nápoles, Museo Archeologico Nazionale di Napoli.La escultura y sus primeros materiales, como el barro, la piedra o el hueso, estuvieron presentes en los relatos sobre la creación de los seres humanos desde los tiempos más remotos, comenzando por los mitos griegos, en el primer hombre modelado por Prometeo o en las piedras arrojadas por Deucalión y Pirra tras el diluvio, y siguiendo por la historia bíblica de Adán y Eva. Emular la figura humana por medio de la escultura se vio como algo natural y la divinidad cobraría en esa forma una apariencia más carnal, que acrecentaba su veracidad cuando se cubría de color, atributo esencial de la vida frente a la palidez de la muerte.
Desde la Antigüedad, el color fue incorporado al volumen tanto mediante el uso de materiales de diverso cromatismo como aplicando pigmentos. Ambas posibilidades confluirían en el mundo hispánico de la Edad Moderna, con la madera como protagonista. La unión de escultura y color potenció la eficacia devocional de las imágenes, su capacidad para convencer y emocionar.
Sección II. Escultura para la persuasión.
La lactación de san Bernardo, Alonso Cano, 1645-52 y 1657-60. Óleo sobre lienzo. Madrid, Museo Nacional del Prado
La correspondencia directa y natural con la realidad se logró con la corporeidad de la escultura, que dotó a lo divino de apariencia humana. Las esculturas debían comunicarse directamente con el fiel, como si estuvieran vivas. Las mayores posibilidades narrativas de la pintura sirvieron sin embargo para dejar testimonio de sucesos milagrosos, contribuyendo a fijar en la memoria historias en las que lo natural y lo sobrenatural se confundían. También la estampa desempeñó un papel fundamental a la hora de difundir las principales devociones escultóricas.
Sección III. Artífices y mediadores divinos y humanos.
La Inmaculada Concepción, Gregorio Fernández, h. 1630. Madera policromada, plata y postizos. Monforte de Lemos (Lugo), monasterio de Santa Clara
El prestigio de algunas esculturas devotas se apoyaba en leyendas que atribuían su creación a personajes bíblicos, aunque también los artífices convencionales de figuras sagradas debían ser virtuosos, porque su tarea trascendía el mero ejercicio artístico. El culto a san José y a su oficio de carpintero cobró especial importancia. Los sermones emplearon la imagen de Dios como supremo escultor, al que debía el ser humano su forma primera.
Sección IV. Volumen y policromía.
María Magdalena, Juan de Juni (escultor) y Juan Tomás Celma (policromador). 1551-70. Madera policromada. Valladolid, Museo Nacional de Escultura
La acción combinada de la escultura y la pintura perseguía hacer más creíble la humanidad de los santos. La escultura forma la imagen palpable y la pintura, que representa los afectos del alma, le da vida. Por su bajo coste, la madera fue el material por excelencia, susceptible de colorearse para simular la piel y los vestidos. El trabajo de la policromía alcanzó enorme sofisticación técnica.
Sección V. Negro de luto en un juego de espejos.
La Virgen de la Soledad. Atribuido a Sebastián Herrera Barnuevo, h. 1665. Óleo sobre lienzo. Madrid, Museo Nacional del Prado.
La imagen, paradigma de la interrelación entre pintura y escultura, se concibió con una intención que le proporcionaba un valor añadido, la de ser llevada en procesión. Su singularidad se fundaba asimismo en su hechura milagrosa, con su artífice, Gaspar Becerra, como una suerte de médium en contacto con la divinidad. Es un nuevo vínculo con la Antigüedad, donde el negro ya era expresión visual del dolor y la muerte. Ejemplifica también la interacción con la estampa.
Sección VI. Escultura, teatro y procesión.
Sed tengo, Gregorio Fernández, 1612-16. Madera policromada y postizos. Valladolid, Museo Nacional de EsculturaLas esculturas en madera animaron el fenómeno procesional, que les permitió conquistar el espacio urbano. Los pasos procesionales, ya fueran de figuras individuales o de grupo, como escenas congeladas, potenciaron los valores dramáticos. A su expresividad y capacidad comunicadora contribuiría asimismo el atractivo de su contemplación en movimiento. Algunas figuras, incluso, se articulaban para aumentar su efecto y su influencia sobre los fieles. Estas formas de religiosidad popular serían cuestionadas por los ilustrados. Uno de ellos, el padre Isla, llegó a calificar esas imágenes y sus representaciones escénicas de “títeres espirituales”.
Sección VII. El círculo cerrado, de la traza al trampantojo a lo divino.
Santo Domingo de Guzmán, Claudio Coello, h. 1685. Óleo sobre lienzo. Madrid, Museo Nacional del Prado
La interrelación entre escultura y pintura tuvo en los proyectos dibujados para los altares y retablos una de sus más interesantes manifestaciones. Durante los oficios sagrados, la palabra y la música se fundían con estas espectaculares estructuras para crear una obra total, al modo de una gran ópera. Para ocasiones especiales, como la Semana Santa, se idearon los velos de Pasión, grandes telones que reproducían el retablo que ocultaban con los tonos pálidos de la muerte. Una idea similar se escondía tras los “verdaderos retratos” que se pintaron de las esculturas, trampantojos a lo divino que las mostraban en sus propios altares.
Otras obras.
Deucalión y Pirra, 1636 - 1637. Óleo sobre tabla, 26,4 x 41,7 cm, Pedro Pablo Rubens
La historia se cuenta en las Metamorfosis de Ovidio y en el cuadro se refleja en dos momentos, los protagonistas lanzan las piedras mientras en la derecha los seres humanos nacen de las rocas.
Taller romano, Toro, 40 - 100. Mármol blanco, 80 x 131 cm
Está representado en altorrelieve a mitad del tamaño natural, destacándose de forma realista las partes de su cuerpo. Conserva restos de color marrón rojizo en la papada. Desde la época arcaica las reses fueron un tema del arte figurativo, en representaciones votivas o monumentos funerarios.
Taller romano, Atenea Partenos, 130 - 150. Mármol, 97,5 x 36 cm
Se trata de una copia en miniatura de la grandiosa imagen que construyó Fidias para el Partenón ateniense, obra concluida y dedicada el año 438 a.C. Esta reproducción realizada en el siglo II d.C., presenta un estilo muy depurado y próximo al del maestro, pero ha perdido todos los atributos que la adornaban.
Anónimo, Cabeza de Serapis, segunda mitad del siglo II. Mármol, 45 x 20 cm
Cabeza tallada, restaurada con varios añadidos. La identificación del personaje ha oscilado mucho apuntándose a Séneca, Júpiter, Plutón, Baco indio y la definitiva, dios grecoegipcio según su iconografía romana.
Anónimo, Mujer oriental o Semíramis, Siglo XVII. Jaspe, Mármol, 53 x 45 cm
Representa a una mujer con diadema decorada identificada como Semíramis, la mítica reina asiria que mató a su marido niño, tuvo como amante a su propio hijo y adornó la ciudad de babilonia con sus famosos Jardines Colgantes.
Anónimo, La Virgen Dolorosa, Principio del siglo XVI. Madera de nogal, 89 x 37 cm
Atribuido a Berruguete, Alonso, Paredes de Navas, Palencia, 1488 - Toledo, 1561. Buen ladrón, Dimas, Segundo tercio del siglo XVI. Madera, 58 x 33 cm
Atribuido a Berruguete, Alonso, Paredes de Navas, Palencia, 1488 - Toledo, 1561. Mal ladrón, Gestas, Segundo tercio del siglo XVI. Madera, 57 x 25 cm
Fernández, Gregorio, Sarriá, Lugo, 1576 - Valladolid, 1636, Cristo yacente. 1625 - 1630. Madera, Pasta vítrea, Asta, Corcho, 51 x 192 cm
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